26 de septiembre de 2008

Charlie y la fábrica de billetes de 5

El despertador sonó tímidamente esta mañana, como intentando recordar cuál era su función, después de haber estado todo el verano sin hacer otra cosa que dar vueltas. Yo llevaba dormido cuatro horas escasas cuando esa cosa empezó a armar un lío de la hostia. Se iba creciendo a medida que sonaba. Me levanté y lo hice callar de un manotazo. Me deslicé como un espectro hasta el baño mientras me rascaba los huevos. El espejo me diría si estaba listo para salir al mundo exterior. ¡Vaya cara, tío!

La cosa es que me arreglé, y cuando salí a la calle me dije algo así como: “¿pero qué coño hace toda esta gente aquí?”. Todas las mañanas que yo había pasado roncando hasta la hora de comer —encerrado en clase, si retrocedemos algo más— las calles habían estado atestadas de gente. Gente que bullía, hablaba, compraba suerte de la ONCE, paseaba y disfrutaba de la luz del sol.

La razón de mi brusco despertar esa mañana había sido el horario de los bancos, siempre buscando la mejor manera de jodernos. Hace unos días había encontrado en el guardacascos de la moto un deteriorado billete de cinco euros; comido por el moho que poblaba el pequeño habitáculo desde que un día se me vertió allí un extraño líquido del tarro de los desperdicios para el perro. Cualquier otro quizá lo hubiera dejado pasar. Era demasiado poco aconsejable médicamente tocar aquel billete sin la mano enfundada en un guante de látex. Pero, coño, las cosas son las cosas, y cinco euros son cinco euros. En ningún establecimiento me dejarían pagar con ese billete, teniendo en cuenta el aspecto que ofrezco; un deshecho de huesos y andrajos. Entonces recordé una campaña de la que habían hablado en el telediario, hace bastante tiempo, de renovación de los billetes de cinco euros en mal estado. Pensé: “bueno, puede colar”.

La primera reacción de la chica del banco, bastante maja por cierto, fue reírse y preguntarme que si lo había quemado. Me inventé lo típico de: “Yo no sé nada. Mi padre me manda. Ya sabe...”. Después le hablé de aquella campaña. Ella cogió el teléfono, marcó y se puso a hablar. Yo esperaba mientras miraba atónito a mi alrededor. ¿Saben esa gente respetable que está todo el rato gimoteando que tal actividad turbia sería una “mancha en su expediente” y no sé qué mierdas más? Pues bien, yo era una mancha en el silencioso, limpio, fresco y organizado banco. “Así que nos quedamos con el billete y le doy otro nuevo, ¿no? Vale.”

—Ya está, chico. Ahora mismo te lo cambio. Es que me extrañó eso que me contabas de una campaña de renovación.
—Bueno, yo como lo vi en la tele y...
—Sí, es que nos anunciamos bastante bien, jaja —dijo ella riendo con un guiño de complicidad en el gesto.

Después volví a casa con mi billete recién salido de la fábrica —¿dónde diablos hacen el dinero?— metido en la goma de los calzoncillos; comiéndome un helado, con música alegre en los cascos.

23 de septiembre de 2008

A la sombra de septiembre (I)

Septiembre me descubrió amaneciendo en la estación de autobuses de Badajoz. Me plantaba allí para arreglar todo el papeleo preuniversitario y, ya que estaba, explorar de primera mano lo que iba a ser mi futuro hábitat. Pasé una semana allí, durmiendo en un sofá-cama y madrugando para llevar tal o cual documento a este o al otro sitio. Lo bueno que tenía este rollo era que me dejaba el resto del día para hacer el vagabundo por la ciudad, y los días eran grandes y soleados. Al sumergirme más y más me di cuenta de que sólo conocía la punta de un inmenso iceberg de asfalto, edificios e Historia. La excéntrica capital de una provincia perdida parecía un sitio cojonudo para un tipo como yo.

Una vez que acabé con todos esos asuntos volví al pueblo. Pero no estaba dispuesto a esperar sentado delante de la ventana a que se me pasara el verano. Así que me puse a rehacer el equipaje para marcharme aún más lejos. Si esta historia va de algo concreto, es sobre todo de autobuses, billetes, estaciones y cojones. Y ahí estaba yo, deambulando por el intrincado entramado de líneas de autobús. Escasas veinticuatro horas después de haberla dejado me encontraba de nuevo en Badajoz. Pero no estuve allí ni media hora, puesto que antes de que quisiera darme cuenta estaba saliendo para Maryland; donde compré un billete para Stonenbridge que me encasquetaba cinco horas de espera hasta coger de nuevo otro autobús. Me dejé guiar por mi olfato y por mi memoria hasta un Mc Donalds donde pude saciar mi hambre con deliciosas basuras alimenticias. Hice tiempo en un centro comercial, hasta que me entró la agorafobia y me volví corriendo hacia la estación. Tras una larga y tediosa espera piqué billete y me fui para mi asiento, donde me aguardaba una fatigosa noche de duermevela. Luego vinieron los despertares sobresaltados en estaciones de autobuses de ciudades perdidas en la oscuridad. Cáceres, Plasencia, Salamanca, Zamora, Ourense, Vigo. Y finalmente Pontevedra; 07:35 am.

Lo de mi ascensión al paraíso no os lo voy a contar. Eso se queda entre Eva, yo y el que manda. Los que hemos estado allí somos así de reacios a hablar sobre ello. Pero las cosas se acaban, y yo tuve que volver al número 7, calle Melancolía.

Para entonces era ya el día 19 de septiembre, y yo había estado allí arriba; en lugar de quedarme sentado viendo la vida pasar.