25 de noviembre de 2008

Casino madness

Media hora más tarde estábamos entrando en el vestíbulo del casino. Me quedé mirando a la recepcionista, pero en ningún momento aprecié rasgos de murena en su cara. Cambiamos cinco euros cada uno y nos fuimos a la ruleta. Estaban todas las plazas ocupadas. No se podía jugar hasta que no se fuera alguien. Todos nuestros deseos se concentraban en que alguno se arruinara y se fuera.

La fauna que te encuentras en los casinos a las dos de la madrugada es muy variada, pero casi siempre sigue unos patrones comunes. Por un lado están los inmigrantes. En otras ocasiones fueron portugueses, en otras rumanos; hoy eran chinos. Nunca ganan nada. Por otra parte están los grupos de tíos o tías de 25 a 40 años. Suelen llegar allí para terminar su alocada noche de fiesta de un modo exótico. Salen desplumados, pero como van muy borrachos no se enteran de nada y se van muy felices. También están a las mujeronas que van allí a fundirse el sueldo de sus maridos banqueros; se pueden permitir apostar tanto dinero que incluso ganan. Y nunca falta el tipo entendido, que se caracteriza por tener aspecto de saber qué va a salir. Algo que contribuye a esto es que tiene un lápiz entre sus dedos y un folio al lado, y va apuntando números y garabatos. Fuera de todos los patrones estábamos nosotros.

Mientras esperábamos Bob intentó seducir a una madurita bastante atractiva. He de decir que el tío es una máquina para esto. Sabe tratarlas mal, y parece que les gusta mucho. Yo nunca entiendo muy bien qué hace ni cómo lo hace. Me limito a observar sus sucios pero efectivos métodos. Sin embargo esta vez falló. La parte que oí del diálogo fue el final brusco de los intentos de establecer contacto de mi amigo.

—Pero... ¿qué pasa? ¿Por qué hablas tan poco?
—Estaría encantada de hablar contigo, cariño, pero aquí no; estamos en un lugar público.
—¿Y qué pasa?
—Que mi marido es un magnate de la coca, tiene ojos en todas partes y es un tipo celoso.

Seguro que en la barra servían café, pero a mí ya no me importaba. Estaba en modo casino, es decir, mi objetivo era ganar pasta. Y el café que pidiera sería un agujero por el que mi dinero caería en manos del casino. Tal como sospechaba, el juego, las luces y el dinero habían logrado absorberme. Mirábamos las jugadas de los demás esperando su ruina. A ratos echábamos una ojeada al partido de rugby que se emitía en una pantalla plana muy bonita. Los de azul ganaban a los de blanco.

Un tipo se quedó a cero. Nos dimos cuenta. Lo miramos. Él seguía con la vista fija en los créditos, y tenía un tic nervioso muy raro en la mandíbula. Se puso a aporrear las teclas como un loco. Las jugadas pasaban. Él seguía a cero. Y no se iba el muy cabrón. Cuando logramos superar el temor inicial e íbamos a decirle algo llegó un colega suyo con cinco euros más. Y siguieron apostando. A esas alturas ya estábamos hasta las pelotas. Pero aún tenían que llegarnos más palos.

Uno de los chinos se arruinó y se fue, y justo cuando por fin íbamos a sentarnos apareció de las sombras una puta bruja escupiendo babas e insultos por la boca. Y ésa sí era la mujer murena. Gritaba que estaba allí antes que nosotros, que llevaba una hora esperando y que el asiento era de ella. Mentira, una hora llevábamos nosotros, y no la habíamos visto hasta entonces. En el momento en que el debate moral que se llevaba a cabo en mi interior —sobre si está bien o no zurrarle a una señora mayor— estaba llegando a su fin —con trágicos presagios—, se levantó un señor a tratar de calmar los ánimos. Nos dijo que nos comprendía, pero que con esa clase de señoras no se puede razonar. Que era mejor que lo dejáramos correr.

El tío era muy majo. Nos quedamos a su lado viéndole jugar. Era bastante mayor y seguro que estaba forrado, pero era muy simpático y muy gracioso. Tenía algunas pinceladas de Hugh Hefner. Llevaba ganados 150 euros. Y seguía ahí apostando seis euros en cada tirada; poniendo fichas en lo que a mí, en mi igonarancia, sólo me parecían números al azar. Le pregunté que si entendía de eso.

—¿Pero para esto hay que entender algo? ¡Qué va! No hay que entender nada. Es sólo suerte.

Por fin conseguimos jugar cuando otros dos chinos se levantaron, probablemente sin un duro. Los números eran demasiado para mí. Casi siempre he apostado por color. No me iba mal, ya había ganado siete euros. Pero la suerte es una zorra, y lo perdí casi todo. Ahora trataba de recuperar mis cinco euros iniciales. Empecé a apostar a la vez a color y a mitad mayor o menor. Así era menos probable que ganara, pero también menos probable que perdiera.

El reloj en el casino gira tan rápido como la ruleta. Cuando nos quisimos dar cuenta eran las seis, y había un gorila con corbata rogando que nos fuéramos marchando, que era la hora de cerrar. Bob había ganado catorce pavos. Yo sólo dos.


Al salir creía que ya estaba amaneciendo. Pero no, eran sólo unas luces azuladas que había a la entrada del casino. Seguía siendo de noche.

23 de noviembre de 2008

Cafeína madness

Ya había sufrido en mi sistema nervioso el efecto psicoactivo de aquel horrible cocktail de cafeína y endorfinas. Y quería más.

A las siete de la tarde era de noche, y yo estaba en la calle con un vaso de plástico lleno de café solo; recién salido de la máquina. Había quedado con Bob, que llegó poco después de que me terminara el vaso. Le saludé amablemente. Me dijo que me apestaba la boca a café. Le conté mi depravado plan, a lo que respondió que no pensaba llevarme al hospital cuando me diera una taquicardia.

Todo perfecto entonces. Da gusto encontrarte con gente así. No soporto a los que se creen con autoridad para educarme.

Dimos comienzo a una ruta de bar en bar, degustando el café que cada uno me ofrecía. Mientras tanto Bob me miraba atónito; o soltaba una carcajada cuando metía el dedo en los sobrecitos de azúcar y después me lo llevaba a la boca. Lo que fuera que tenía que llegar ya estaba llegando.

Me temblaban las manos. Notaba el corazón acelerado. Me sentía con fuerzas para dar un golpe sobre una mesa y partirla en dos. Incluso sentía la polla más larga. O quizá fue me empalmé mirando a la novia de un tío que se había parado a hablar con Bob. Estaba buenísima. Escuchaba a su coño hablarme —¿estaba diciendo “fuck me, fuck me”?—. Tal vez no era más que una alucinación del café. En mi cabeza estaba James Brown interpretando su I feel good. Esbocé una sonrisa de enfermo mental.

Y cuando estaba en lo mejor de todo algo ocurrió —para bien de mi corazón, y para frustración de mis tendencias autodestructivas—. Los putos bares ya no servían café. Fui de un lado a otro, volví sobre mis pasos, y nada. Que si ya habían desconectado las máquinas, que si ya las habían limpiado, que si ya no les iba a hacer poner todo en marcha de nuevo para un solo café, que si nadie —en su sano juicio— se pedía un café a esas horas, que si pollas en vinagre.

Deambulé en busca de cafeína hasta que acabé en un taburete del New Yorker. Dejé caer mi pecho, mis brazos y mi cabeza sobre la barra, agonizando por un café. Menuda puta mierda. ¿Dónde están las drogas cuando uno las necesita? Encajé la derrota y me pedí una cerveza. Después otra. Después otra. La sensación de gatillazo, el bajón de la cafeína y la entrada en escena del alcohol me dejaron hecho mierda. Las doce horas de sueño pendientes que estaba ignorando aparecieron de pronto reclamando su lugar y adueñándose de mí.

Entonces la música, como otras tantas veces, trajo la solución. Llegaron hasta mis oídos los alegres acordes de Viva Las Vegas. ¿Era el casino la solución que necesitaba? Luces brillantes, sonidos, colores, estímulos... Podría valer. Además, en aquellos momentos encontraba un parecido asombroso entre las palabras cafeína y casino. Se lo dije a Bob, que empezó a preocuparse y a mirarme raro.

17 de noviembre de 2008

Periódicos y puros

Por mucho que leí sobre lo que esos señores trajeados con sus sonrisas y apretones de manos estuvieron haciendo en Washington, no pude llegar a una conclusión más sabia que la siguiente:

“La declaración final de la Cumbre del G-20 no dice absolutamente nada.”
Fidel Castro

13 de noviembre de 2008

Un elefante se balanceaba

—Cinco.
—Pues yo he contado por lo menos seis o siete, eh.

Me acerco.

—¿Habláis del número de maricones en clase?
—Sí —me responden al unísono
.

10 de noviembre de 2008

Día sin prácticas

Estaba feliz. Eran las 11 y ya estaba montado en el autobús de vuelta a mi cuartucho. El mundo puede llegar a ser un lugar maravilloso para un cabrón como yo. Un rato antes estábamos mareando a una profesora que no tenía reloj. Tras aplaudirle para hacerle creer que la clase había acabado —al menos cinco veces— conseguimos salir a las menos diez.

Todo iba como la seda hasta que me asaltó la paranoia. ¿Tengo yo prácticas esta tarde? La semana pasada creo que tuve, así que una semana después me tocaría de nuevo, ¿no? ¿Por qué no le he preguntado a nadie? ¿A quién llamo ahora para preguntar? No tengo el número de nadie. ¿Debí haber pasado más tiempo tratando de relacionarme? ¿En qué estuve empleando el tiempo mientras los gilipollas conocían a más gilipollas? Espera; hay una chica de mi residencia que es del otro grupo, con lo cual, si ella tiene prácticas hoy, yo no tengo. La buscaré y le preguntaré. Charlie, eres un genio.

A la hora de la comida la vi salir del comedor. Cuando terminé fui a buscarla. Llamé a la puerta de su habitación. Varias veces. Nada. Bajé las escaleras. Fui a la biblioteca. Al comedor otra vez. A varios baños de chicas. Y nada. La busqué y no apareció. ¿Dónde coño se mete la gente en esta residencia cuando no están comiendo? Desistí y me tumbé sobre la cama deshecha. Como el plan se me había ido a la mierda tendría que hacer otra cosa. Cogería el autobús de todos modos, como si tuviera prácticas, iría hasta la universidad, y una vez allí miraría si tenía o no prácticas. Si quieres hacerlo bien, hazlo tú mismo.

Estaba roncando a pierna suelta y con un charco de babas sobre la almohada cuando sonó la alarma. Me cago en la puta. Iba justísimo de tiempo. Me limpié la saliva de la boca con la mano, agarré la mochila y salí echando leches hacia la parada. El 88 llegó, subí y me fui directo al asiento de atrás, como siempre.

Dos paradas después la chica que había estado buscando se subió al autobús. Sabría dios de dónde venía.

—¿Tú tienes prácticas?
—Sí.
—Pues entonces yo no. Adiós.

Y me bajé del autobús dejando detrás varias caras de asombro y a la chica aquella con una confusión tremenda. A mí no me importaba. Eran las cuatro y media y no tenía prácticas. Tenía toda una tarde para aprovechar.

Unos minutos más tarde volví a entrar en la habitación, volví a dejar la mochila por ahí, bajé la persiana y me metí en la cama. Joder, qué bien. Cómo me gustan los días en que no tengo prácticas por la tarde.

7 de noviembre de 2008

Atraco al banco

Venía de vuelta a la residencia tras haber salido de la última clase. Estaba ya a sólo dos manzanas. Iba haciendo girar entre mis dedos la moneda de cincuenta céntimos que había cogido por la mañana. En el camino paso por un quiosco, y cuando salgo temprano me gusta comprar algunas golosinas para matar el mono de polvo blanco. Mientras el señor del quiosco me las sirve me entretengo mirando las portadas de las revistas pseudoporno que están por ahí colgadas, en la esquina más lejana. Es lo más provechoso que puede uno hacer. Comprarlas es una estafa casi siempre; hay poco más de lo que viene en la portada. Con las tías es igual.

De pronto veo algo que se interpone en mi camino por la acera hasta el quiosco. Es un cordón policial. Uno de los de verdad, de los de las películas. Muchas cosas pasan rápidamente por mi cabeza. ¿Ha quedado el quiosco fuera de mi alcance? ¿Cuánto tiempo podré aguantar sin cometer actos violentos en ausencia de azúcar? ¿Cómo voy a llegar hasta las golosinas? ¿Tengo yo fuerza para desarmar a un madero? Las numerosas lucecitas brillantes que había allí me sacaron de mi estupor politoxicómano. Coches de policía, coches de bomberos, una ambulancia, el cordón policial. El cordón no rodeaba al quiosco —puedo llegar al quiosco, pulsaciones estabilizándose—. El cordón estaba alrededor de un banco. ¡Un atraco! Uno de los de verdad, de los de las películas. Examiné a dos o tres personas. Estaban mirando hacia arriba. ¿Un suicidio? En la acera no había sangre. Aún no se había tirado. Bah. Además de que en la cornisa del edificio yo no distinguía a nadie —que posiblemente asfixiado por su hipoteca venía a terminar con su vida en el mismo lugar donde había firmado su sentencia de muerte— el atraco me seguía pareciendo la hipótesis más emocionante.

Decidí preguntarle al madero más cercano.

—¿Qué ha pasado?
—Se han caído unas piedras de la fachada.

Después de recibir la decepcionante respuesta, rodear el cordón policial y comprar las golosinas volví a tomar mi camino. Vi venir de frente a una chica que me saludaba. ¿La conocía? Sí, la conocía. Al menos su cara me sonaba ¿De qué? ¿Cómo coño se llamaba? Ella me saludó. Yo intenté hacer lo mismo; dejando un incómodo hueco donde iría su nombre.

—¿Qué ha pasado ahí?
—Nada, han atracado el banco.

Y me puse a andar a buen paso, sin mirar atrás; viéndome incapaz de sostener una absurda conversación sobre el clima, como es normal en estos casos, sin saber el nombre de la tía.

6 de noviembre de 2008

No contaban con mi astucia

A los muchachos les gusta estar de fiesta por la noche. En principio no tengo ningún problema. Me aburren a horrores sus fiestas. Pero cada uno a lo suyo y todos felices.

El problema es cuando se vienen a mi planta a armar escándalo. No sé, me molesta. Se supone que soy un buen estudiante y todo eso; y tengo sueño por la noche. Estaba metido en la cama con el edredón subido hasta las orejas. Cuando duermo soy una especie de larva. Los oía en el pasillo hablando, gritando, pegándose, rebuznando y esas actividades que suelen hacer los chicos. Yo maldecía en susurros, como hacen los dementes. A mí que no me jodan.

Ellos se metieron en una habitación a seguir con su fiesta. Entonces yo sigiloso y más listo que un zorro salí y les apagué la luz del pasillo. Cuando salieran no iban a ver nada.

¡Qué listo soy!

Me volví a meter en la cama mientras pensaba:
“Ya, ya verán los murciélagos los pobres cabrones.”

5 de noviembre de 2008

Tiempo de cambio

Ahora ya tengo dinero.

Llevaba un billete de diez euros y me acerqué a una máquina expendedora para sacar algo de comer. Pero una vez más mis intentos de llevarme algo a la boca se vieron frustrados. La máquina expendedora no aceptaba billetes. Pasmado miraba todos esos aperitivos tras el cristal, mientras sostenía entre mis dedos aquel trozo de papel impreso totalmente inservible en ese momento.

2 de noviembre de 2008

De cómo sobreviví una semana con ochenta céntimos

—Amigo, la cosa está jodida.

La crisis económica salía de los periódicos para abofetearme fuerte en la cara. Le di la vuelta a mis bolsillos y, aparte de algunas pelusas, sólo cayeron 10'80 euros. Un billete de 5, una moneda de 2, tres de 1, una de 50 céntimos, otra de 20 y otra de 10. No hay más. Por mucho que lo sumes de distintas maneras las putas matemáticas están ahí con sus propiedades para joderte. Y siempre suma lo mismo.

La semana no hacía más que empezar, y yo tenía que aguantar así hasta el sábado. Iba a estar muy jodido, pero si sabía ayunar y buscar en la basura podía conseguir salir de esa situación con mi culo sano y salvo. Ahí es donde los grandes sobresalen. Cuando el camino se pone duro, los duros hacen camino; recordé.

Desempolvé la calculadora. ¿Cómo había llegado yo ahí? Unas horas atrás todo pintaba bien. Pero tuve que ir a la librería a comprar algunos libros que necesitaba. Cuando salí de ahí ya había volado mi dinero. Creo que habría corrido mejor suerte paseando con mis billetes en la mano por cualquier barrio chungo. ¿Qué se me venía encima? A lo que me quedaba aún le tenía que restar cinco euros que debía, y otros cinco euros para recargar mi bonobús, que estaba en las últimas. Las cuentas arrojaban la áspera verdad; me quedaban ochenta céntimos. ¿Qué gastos tenía que afrontar? La residencia ya había recibido mi mensualidad del mes de octubre, lo que me proporcionaba comida y techo. El milagro era posible. Sólo había que vivir de la caridad de la residencia. Por supuesto, cualquier lujo, por mínimo que fuera, quedaba fuera de mi alcance.

El martes llegaba con 2 grados en los termómetros mientras yo me amoldaba como podía a mi escuálida rutina; de la residencia a la universidad, de la universidad a la residencia. Nada más. Uno no lo aprecia cuando tiene dinero, pero gastar dinero proporciona felicidad y entretenimiento. Ahora todo eso pasaba por delante de mí sin que pudiera tocarlo. La ciudad ofrece un abanico infinito de posibilidades, sí, pero casi todas implican gastar dinero. Me moría de hambre mirando el reloj hasta que llegaba la hora de comer. A veces dormir era una buena iniciativa para combatir el hambre. Por otra parte la comida me sabía mejor que nunca. No importaba de lo que se tratara. Yo lo devoraba como si fuera una delicia. Y os aseguro que la comida en la residencia no suele ser una delicia.

Los días pasaban lentos. El equilibrio en el trapecio era débil, pero seguía siendo equilibrio y no caída. El jueves todo cambió. A peor, claro. Yo salía a las dos, y tenía que entrar de nuevo a las cuatro. Podía comer allí, pero costaba dinero. Tenía que volver a la residencia a suplicar por un plato lleno. El día estaba lluvioso, y los autobuses pasarían llenísimos de gente y no pararían. Sólo me quedaban mis piernas. Salí a correr. Corrí todo lo rápido que podía. Corrí hasta que los músculos me ardían y mis venas bombeaban ácido de batería. Empezó a llover. Joder, ¿tuvo que pasar Chéjov por esto? Corrí más rápido. Empezó a llover más fuerte. A partir de ahí todo lo que recuerdo son imágenes borrosas.

Cuatro kilómetros después llegué a la residencia empapado y calado hasta los huesos. Pero no me importaba, yo sólo quería mi plato de comida caliente; comérmelo rápido, cambiarme de ropa rápido y volver a clase rápido. Parece que era mucho pedir. Ese día se celebraba una especie de barbacoa, así que la comida había sido sustituída por eso. Lo único que había para comer era carne. Y había que hacer una larga cola. Aquello no era para mí. Y definitivamente ése no era mi día.

Subí al cuarto, me quité la ropa y la tendí por donde pude. Mis calcetines goteaban sobre la papelera. Por suerte en el ropero había ropa seca y unas barritas energéticas caducadas. Aquello cubrió mis necesidades provisionalmente. A las cuatro, en el camino entre la parada de autobús y la facultad me volvió a llover encima. Para poder soportar la clase sin consumirme por dentro gasté 30 céntimos en una barrita de chocolate. Eso dejaba mi bolsillo con 50 céntimos. Por la noche me dormí con los mocos goteando y sabiendo que ya casi había llegado al final.

Sin embargo, con frecuencia el final es lo más difícil. La última prueba consistía en salir el viernes por la noche con cincuenta céntimos. De modo que me abrigué todo lo que pude y salí a conquistar el polo norte. Iba de sitio en sitio, oyendo a la gente masticar. Ese ruido se metía en mis oídos y me carcomía la salud mental. Tampoco podía emborracharme para olvidarme del hambre, costaba dinero. Hacía un frío del carajo. El vapor se materializaba al salir por mi boca. Yo creía que era la vida que se me escapaba por momentos. A cierta hora perdida de la noche decidí declararme ganador. Paré en una tienda que estaba abierta y me gasté mis últimos cincuenta céntimos en unas chucherías. Me las comí de vuelta a la residencia.

Eran las doce y pico, era sábado. Había una rata muerta cerca de la puerta de mi habitación. No me importaba demasiado. Yo ya había salido del vertedero.