22 de enero de 2009

El toro bravo y el cabrón temerario

Ahí lo tengo de nuevo, bufando a pocos metros de mí, con sus pezuñas escarbando el suelo. No sé dónde coño meterme. No hay escapatoria. No, definitivamente estoy condenado. Una muchedumbre grita y se agita en las gradas. Esperan ver el sangriento espectáculo.

Ernest, ayúdame a salir vivo de ésta y te juro que saco El viejo y el mar de debajo de la pata coja de mi cama y me lo leo.

9 de enero de 2009

La osadía del estudiante perspicaz

La mayoría de la clase miraba con asombro a los pocos osados que no nos habíamos apuntado a clases particulares.

El examen era el 21 de noviembre. Parecía muy lejos. Pero todas las mañanas, desde muy temprano, tenía que soportar aquel enjambre de avispas. Esos estudiantes aplicados hablando de sus dudas y resolviéndoselas entre ellos. Hablando en un idioma que yo desconocía. Hablando de sus clases particulares por las tardes; de las horas que estudiaban y de lo bien organizado que lo tenían todo. Yo sólo podía decir tímidamente: “yo aún no he empezado”. Y notaba como tras decir aquello las miradas se clavaban en mí. No sabía si sentirme tonto o furioso. Bueno, sí; sí lo sabía. ¡Qué coño le pasaba a toda esa gente con su estúpido alarmismo!

Todavía era octubre. Cuando llegue noviembre ya estudiaré, me decía. Y antes de que pudiera darme cuenta ahí estaba noviembre. Tres semanas. Bueno, quedan tres semanas, no nos alarmemos. Vamos a ponernos ya...

¡Dos semanas! Bueno, quedan dos semanas. Calma, calma. Vamos a ponernos ya. Aún tengo tiempo. Si empiezo esta tarde con esto, mañana me pongo con lo otro... Se me daba muy bien organizar mentalmente mi tiempo de estudio; pero nunca llegaba más lejos de eso. Y los días seguían pasando. Una semana, ¡mierda! Era hora de entonar aquella vieja cantinela: me ha cogido el toro. Menos mal que se me daba muy bien organizar mi tiempo —cada vez más reducido— de estudio.

Eran los días del desesperado. Por aquel entonces llegaron a mis oídos maravillosos rumores sobre una libreta con los apuntes claritos y los problemas resueltos. Efectivamente, existía. Era como agua caída del cielo. La fotocopiadora me trajo el milagro con su luz verde.

Ya tenía los apuntes. Los miraba y me sentía feliz. Aquella montaña rusa de emociones formaba parte de mi trastorno bipolar inducido por exámenes. Abrí los apuntes. Pasé algunas páginas. ¡Cuántos apuntes! Son demasiados. No tengo tiempo de estudiarme todo esto.

Me enteré de que para hacer la parte teórica del examen bastaba con hacer los ejercicios de verdadero/falso que venían en el libro de la asignatura; que las preguntas del examen siempre estaban sacadas de ahí. El autor del libro era nuestro profesor. Me parecía poco limpio que nos hiciese comprar su propio libro. Pero si algo sabía yo era jugar sucio. Le pedí el libro a un compañero y una vez más la fotocopiadora obró el milagro. Ni siquiera tenía que hacer los ejercicios, mi compañero ya los había hecho por mí.

¡Qué bien había sabido montármelo! El examen era al día siguiente, pero yo lo tenía todo muy bien preparado para hacer en una tarde lo que el resto de la clase había hecho en algo más de un mes. Yo tenía mi prodigioso coco y unas fantásticas fotocopias... ¡oh, no, me las he dejado en la clase!

Tras volver a la universidad a por ellas —la limpiadora me dijo que cualquier día iba a perder la cabeza— sí que lo tenía ya todo preparado. Preparado de verdad. Me esperaba una larga tarde, y una noche llena de dudas existenciales sobre mi futuro en la vida. Me va a salir mal el examen, yo no valgo para esto, para qué me metí aquí, debí haberme quedado con las ovejas de mi padre, etcétera, etcétera.

Después de un atracón de café y apuntes llegué al examen con los conocimientos más amontonados que los calzoncillos en mi maleta. Leí con inseguridad el primer ejercicio. Vaya, éste sé hacerlo. ¡Y éste! ¡Y este otro también!

Y así fue como, cuando me di cuenta, había hecho todo el examen.
Hasta hace tres semanas no supe la nota. Un 8’7. Genial.