27 de febrero de 2009

Los sordos llaman loco al que ven bailar

Cuando tengo música en los cascos me siento bien. Todo va bien. Estoy como dentro de una burbuja. La gente camina, el tráfico fluye, los bocinazos e insultos por cruzar semáforos en rojo quedan atenuados. Salgo de la nada y voy hacia la nada. Pero en ese momento formo parte de algo. Formo parte de ese alocado banco de peces de ciudad que nadan siendo una sola cosa. Más o menos monstruosa y deforme.

Pero por fuera la gente lo que ve no es eso. Ve a un tonto moviéndose como un tonto, cruzando sin mirar como un tonto, y a veces hablando solo como un tonto. Menos mal que nadie me vio el otro día por la ventana.

Era tarde. Yo estaba sentado delante de los apuntes, escuchando Wolfmother a todo trapo en mis cascos y tocando una batería invisible con un boli bic rojo y un fluorescente. Lo estaba viviendo. Destrozándome los tímpanos y las muñecas; marcando el ritmo. Estaba tan emocionado que no me di cuenta de que cada vez que yo golpeaba el parche imaginario, el subrayador fluorescente soltaba un poco de ese líquido radiactivo que tiene dentro. Cuando se me fue el subidón me di cuenta de que tenía un montón de puntos brillantes por todos los apuntes, como estrellitas.

15 de febrero de 2009

Anotaciones la noche del 23 de enero

[00:37] Me meto el tercer Red Bull para el cuerpo.
[01:02] 91 pulsaciones por minuto en reposo. Qué cosa más útil el fonendoscopio.
[02:24] Tengo ganas de mear, pero me da miedo ir al servicio, está muy oscuro. Observo con detenimiento la lata vacía de Red Bull.
[03:15] El camión de la basura pasa por la calle. Es la primera vez que lo veo. Es bonito.
[04:56] La cabeza me suena como el ventilador del ordenador cuando se activa.
[06:36] 58 pulsaciones por minuto en reposo. ¿A qué viene esta calma?

11 de febrero de 2009

Tan natural como las tetas de Dolly

Llevaba cincuenta y dos horas sin dormir. Al menos a mí me lo parecía. Los exámenes se habían acabado. Por fin.

Toda aquella encarnizada lucha con uñas y dientes me resultaba ahora tan lejana y difusa como lo están las noches bañadas en cerveza cuando te despierta tu padre a las once abriendo las persianas y dándote los buenos días, gritando más de lo que a ti te gustaría. Pero sólo hacía una hora desde el final de todo.

Pero antes estaba allí, y ahora estaba aquí; en la seguridad de mi cuarto. Bajé la persiana, sabiendo que estaba lejos de las garras de mi padre. Tiré la mochila. Tiré el abrigo, la camiseta y los pantalones. Y entonces ocurrió. Me desplomé sobre la cama. Lo habría hecho a cámara lenta y con los brazos abiertos, como en las películas, si la cama no fuera tan pequeña. Pero la cama es pequeña, y mi caída no fue ni elegante ni armoniosa. Plof, nada más. Siempre quedará Hollywood para los efectos especiales.

Mi cabeza reposaba sobre la almohada, que era en aquellos momentos tan blandita y acogedora como las tetas de Dolly Parton. Me fui quedando dormido mientras la oía susurrarme nanas con su voz angelical.

Y dormí. Dormí como no dormía desde hacía semanas. Dormí como cuando era un niño pequeño. Cuando desperté sudando era de madrugada. No recuerdo la hora. Traté de poner mis ideas en orden. Estaba vivo —gracias, Ernest—. Recordé la promesa, y el libro. Así que lo agarré y me puse a leérmelo.

El libro se me fue consumiendo al mismo tiempo que la madrugada, mientras me asombraban la cantidad de cosas que ese viejo y yo compartimos en nuestra desgracia. Terminé el libro. Abrí la persiana. El sol despuntaba con sus primeros rayos desde detrás de donde la ciudad termina.

Miré hacia la calle vacía y vi pasar el autobús que normalmente me llevaba a la universidad.

“El viejo soñaba con los leones.”

7 de febrero de 2009

Braindead

Señorita, mis deberes se han comido a mi perro.