30 de abril de 2009

Las palomas

A la pequeña Debbie le gustaba dar de comer a las palomas. Íbamos los dos juntos a aquella enorme plaza y comprábamos una de esas bolsitas de maíz. Las vendía una señora mayor en un viejo quiosco de chapa. Después íbamos andando, muy contentos, hasta algún lugar que nos pareciera lo bastante tranquilo. Nos gustaba sentarnos en la acera, para estar a la altura de las palomas. Yo quitaba la tira de plástico verde que cerraba la bolsita de maíz. Debbie ponía la mano, y yo le echaba un puñadito. Después echaba otro en la mía. Y lo esparcíamos por el suelo.

Entonces las palomas empezaban a venir a nosotros, desde el cielo, desde los tejados, desde todos los rincones de la plaza. En aquel momento sentías... que podías manejarlo todo... manejarlo todo y hacer que estuviera bien. Debbie me miraba y sonreía. Las palomas aleteaban a nuestro alrededor, alborotándose a cada nuevo puñadito de maíz que les echábamos.

Pero cuando más palomas habíamos logrado reunir siempre venía alguien caminando. Con paso decidido y sin pararse a mirar el suelo, ni las palomas, ni el maíz, ni a nosotros dos sentados en la acera. Como un ejército sembrando destrucción a su marcha. Las palomas huían asustadas. Todas aquellas palomas volando. Volando lejos de nosotros.

Yo echaba más maíz, tratando de hacerlas volver. Y algunas volvían. Pero pronto comprendimos que una vez que se han ido todas las palomas, ya nunca vuelven todas las palomas. De nuevo pasaba otro pelotón, con esos pasos resonando como bombas, acabando con los intentos de reconstrucción.

Yo echaba más maíz. Pero entonces el sol desaparecía y la noche caía sobre la plaza. Y ya no venían más palomas. Nosotros estábamos allí, sentados en la acera esperando. Pero ya no había nada que esperar. Nuestros últimos puñados de maíz estaban tirados por el suelo, ignorados por las palomas, pisoteados por los tacones, por los zapatos de cuero, por las deportivas.

Ella apoyaba su cabeza en mi hombro y me apretaba fuerte la mano.

La vida siempre ha sido un poco así.

21 de abril de 2009

Duerme como un capullo, pica como una avispa

Nueve y algo de la mañana, clase de Bioquímica. Yo ando con la cabeza caída encima de los apuntes, dormido, con la secreta y estúpida esperanza de empaparme así de ellos.

De pronto una mano me da dos toques en el hombro derecho. Me despierto —si es que a ese estado de desecho insomne al que el agotamiento le ataca de día se le puede llamar dormir— un poco. Maldigo entre dientes. Ignoro al estúpido resto del mundo y vuelvo a intentar sumergirme en lo mío, como siempre. Pero la estúpida mano vuelve a darme dos toques en el hombro derecho. Me levanto malhumorado y me doy la vuelta. Veo a una tía que me mira con interés.

—¿Estabas dormido?
—Claro... —estoy a punto de lanzarle rayos láser por los ojos.
—¿Y por qué no te quedas en casa entonces?
—¿Y por qué llegas tú tarde a clase —paso algunas horas dormido, hablo poco con la gente, y hay un rumor extendido sobre un supuesto autismo que padezco; pero me doy cuenta de muchas cosas— todos los putos días?

¡Bam! La dejo completamente noqueada. Me doy la vuelta y vuelvo a intentar quedarme dormido. Es difícil lograrlo. Lo consigo.

14 de abril de 2009

Una mancha de semen en las sábanas

—Yo sólo veo una puta mancha intrascendente. ¿Por qué ves mariposas o putas corriendo con consoladores en la mano?

—Es mi pene. Se inventa cosas y me las cuenta luego.

—¿Tu pene eyacula mariposas, putas corriendo con consoladores en la mano, o manchas intrascendentes?

—Bueno, un poco de todo.

—Pues yo sólo eyaculo manchas intrascendentes. No estoy tan ido de la olla como para buscar en ellas manifestaciones artísticas.

—¿Y no te has parado a pensar por casualidad que la palabra manifestación viene de mano y de fiesta? Fiesta con la mano.

—Vaya... no te voy a negar que eso tiene swing. Pero yo creo que viene de man y de infestación. Infestación de hombres; que no tienen ni puta idea acerca de la razón por la que se manifiestan.

—Es que depende de la acepción de la palabra. Tú te refieres a... a eso, a un montón de gente en la calle protestando por algo. Yo hablo de manifestaciones divinas y espirituales. Tocándote el pene te acercas a Dios.

—Sí, tío. ¡Ahí tienes razón! Masturbarse es como rezar.

—Todo está escrito, lo dice en la puta biblia. Pero esa parte la censuraron. Ya sabes... otros tiempos.

—Y... ¿cómo crees que la va a Dios con su pene?

—Dios es omnipotente. Y, aunque los teólogos estén totalmente perdidos en el tema... el significado de omnipotente en el contexto de Dios es todo lo contrario a la impotencia entendida como problemas de erección. El tío debe ser una máquina.

—¿Cuánto le puede medir a Dios entonces?

—Dios es omnipene.

—Así cualquiera crea el universo.

—Claro. El Big Bang no es más que un enorme pajote cósmico.

—Y lo del universo que se expande y se contrae sería lo de después de la paja, que se te encoge el pene. Es el momento en el que el universo se contrae.

—Correcto. Volviendo a la mancha... ¿no ves a Dios manifestándose?

5 de abril de 2009

Después del espectáculo

Ya habían pasado los famosos. Ya había pasado también su inseparable cortejo de maquilladoras, managers, publicistas, directores de marketing y demás gente encargada de que detrás de los famosos haya una manada de seguidoras histéricas. También había pasado ya la manada de seguidoras histéricas. Y las cámaras, y los periodistas, y los fotógrafos, y las presentadoras que exhiben sus escotes delante de la cámara... Todos se habían ido.

Ya habían entregado sus premios de plástico. Ya habían desaparecido aquellos gramos en el backstage. Ya habían pronunciado sus discursos y su lista de agradecimientos. Ya había algún condón usado en los lavabos. Ya estaban vacías las botellas de los camerinos. Ya había terminado todo.

Yo iba a echar mi meada de antes de dormir. Podrían ser las tres de la madrugada, no me fijé bien. Mientras estaba meando llegó a mis oídos el suave rumor de voces en la calle. Me la sacudí y me asomé a la ventana movido por la curiosidad. Entonces vi aquello.

Se trataba de una cuadrilla de mozos de carga. Eran unos diez. Casi todos tenían un acento extranjero muy simpático. Estaban allí, cargando cajas en camiones y furgonetas, mientras toda la ciudad dormía y los famosos se ponían hasta el culo en algún bar del centro. Y estaban contentos haciendo aquello. Las cajas seguro que contenían equipos de sonido y aparatos electrónicos de esos que pesan un montón. Pero ellos las hacían volar como plumas.

—¿Cuántas cajas van arriba, Gino?
—Aquí ya están todas.


Reían, hacían bromas, y se pasaban botellas de cerveza que también volaban de uno a otro como plumas. Aquellos hombres eran felices.


Yo estaba observando todo aquello desde mi quinto piso. Notando en la cara una cálida brisa nocturna. Pensando en mandar a la mierda mis gruesos fajos de apuntes e irme de ciudad en ciudad con aquellos marineros de la carretera. Pensando... “qué hermoso espectáculo”.