6 de diciembre de 2009

Las muelas del juicio

La masa de espuma teñida de rojo sangre se desliza patéticamente hacia el desagüe. A los 19 años me doy cuenta de que al evitar lavarme los dientes todo este tiempo no me he hecho ningún bien. A los 19 años.

29 de noviembre de 2009

La minoría silenciosa

A las dos de la madrugada yo duermo. Todos han estado de fiesta. Todos esos que han estado de fiesta llegan a las dos de la madrugada. Y llegan armando ruido, sin poner ningún cuidado en no molestar, y me despiertan.

¿Para qué van a poner cuidado en no molestar? Son La Mayoría, sólo importan ellos. No puede haber nadie que no esté metido en su pelota, ¿no? ¿Alguien se quedó fuera? No creo. Y si se quedó fuera es porque él quiso, que hubiera venido con nosotros. Sigamos gritando.

A las dos de la madrugada todos están durmiendo. Yo llego de haber estado fuera. Mientras camino por los pasillos en calma me pregunto qué pasaría si yo ahora me pusiera a gritar y a armar jaleo y los despertara a todos.


¿Quién arma tanto jaleo? ¿Quién osa despertar a La Mayoría? La Mayoría quiere dormir, ¿por qué se la molesta? ¿Qué se cree ese individuo? Será desconsiderado...

22 de noviembre de 2009

Canción famélica

Hoy, 22 de noviembre, es el día de Santa Cecilia, patrona de la música. Hoy, 22 de noviembre, se celebra también el día de los sin techo. Pongámonos todos en pie y cantemos. Cantemos para calmar nuestros estómagos vacíos y para hacer que se les revuelvan sus estómagos llenos.

29 de octubre de 2009

Mi vida social va sobre ruedas

Estoy montado en mi bici por la mañana, camino de la universidad. Voy por la acera y a mi derecha los coches pasan veloces en dirección contraria. Avanzo felizmente hasta que me encuentro con un conjunto de tres personas que me cierran el paso; dos tías y un tío. La tía del centro se da cuenta de que hay algo detrás de ellos, gira la cabeza, me ve, y vuelve a su conversación con sus amigos. No puedo creerlo. ¡Me ha visto! Sabe que estoy ahí detrás de ellos, haciendo equilibrio para ir a su ritmo sin poner el pie en el suelo. Lo sabe, y a pesar de todo eso le importa una mierda. Siguen caminando como si yo no estuviera ahí, y yo doy rienda suelta a mi desmedida furia como sólo yo sé hacerlo: mirándolos con odio.

Ahora congelemos la imagen porque, ¡oh, maravilloso!, estamos presenciando una cosa muy curiosa. Procederé a describirla del modo más aséptico posible:

El coágulo social que obstaculiza mi camino es el ejemplo más básico y claro de lo que yo llamo el Paradigma Y. El Paradigma Y es un modelo sociológico que he podido estudiar bien durante toda mi adolescencia. Y, además, he podido hacerlo desde un punto de vista privilegiado, que es el que he obtenido al no ser elemento fijo de ningún Paradigma Y.


Pero, ¿qué es exactamente el Paradigma Y? Tomemos a nuestros tres amigos como ejemplo y comencemos con la descripción. El Paradigma Y es un agregado social que consta de tres elementos: la hembra alfa, la amiga tara, y el varón rémora. El nombre de mi modelo se debe a que la hembra alfa ocupa la base de la letra Y, y los otros dos elementos son sus extremidades. En el caso de nuestros amigos, la hembra alfa es la chica del centro, que camina escoltada por los otros dos elementos. La hembra alfa ejerce el dominio del conjunto. Suele ser atractiva, pero esto es relativo como se verá más adelante. La amiga tara es menos agraciada físicamente, por lo que busca el respaldo y la protección de la hembra alfa; e incluso puede llegar a conseguir una relación sexual que la hembra alfa haya rechazado. El varón rémora tiene la característica principal de ser un varón. Si bien el resto de varones pueden ser considerados depredadores, el varón rémora es más bien un carroñero o parásito. Adulará, hará reír, soportará, consolará y, en general, ofrecera apoyo constante a la hembra alfa casi eternamente, a cambio de la remota posibilidad de una relación sexual. La cadena de sucesos que lleva a una relación sexual entre la hembra alfa y el varón rémora siempre contiene el eslabón “hembra alfa está en horas bajas”.

En el Paradigma Y, aunque siempre aparecerá el elemento principal “hembra alfa”, puede suceder que falte alguno de los elementos accesorios o que se repita. Además, los roles descritos anteriormente no son estáticos, sino que pueden variar según las circunstancias. La amiga tara, cuando esté al lado de su propia amiga tara, pasará a ser hembra alfa. La hembra alfa, cuando esté al lado de una hembra con más carácter alfa, pasará a ser amiga tara. En cuanto a los varones rémora, sospecho que más de uno estaría encantado de pasar a ser la hembra alfa si se rodeara de amigas tara o de sus propios varones rémora.

—Doctor Chase, doctor Chase, en ocasiones he visto congregaciones de varias hembra alfa. ¿Significa esto que su teoría no se sostiene y que nos hallamos ante una verdadera congregación de hembras alfa?


—Oh, no, pequeño Timmy, qué inocente e ingenuo eres. En este caso lo que sucederá será que cada una de esas hembras creerá, aunque sea subconscientemente, que ella es la hembra alfa, y sus acompañantes las amigas tara. Es un equilibrio fascinante, pero también algo inestable, pudiendo llegar a producirse la disgregación del conjunto si esta lucha latente por el rol del hembra alfa sale a la superficie.

Bien, hemos descrito los elementos, hemos descrito sus grados de movilidad, y nos falta desvelar cuál es el elemento que mantiene esta estructura, que no es otro que la pulsión sexual. Con los principios básicos de mi teoría enumerados, y con la respuesta a la pregunta del pequeño Timmy, cualquier mente preclara podrá deducir los numerosos corolarios que se pueden extraer de este teorema. Teorema que —ríete tú de Jane Godall—, desgraciadamente, la Humanidad se perderá.

Volvemos a darle al play y ahora entendemos por qué la hembra alfa ignora al elemento extraño. En este momento tiene el ego demasiado subido con sus dos amigos lamiéndole el coño y el culo. Después de todo, ¿a quién no le gusta tener de vez en cuando una lengua aquí o allá? De hecho, la hembra alfa está tan por las nubes que no se da cuenta de que en la acera hay una baldosa rota. Su tacón se cuela por el resquicio y ella se hostia. Sus dos amigos acuden rápido a socorrerla, dejando un hueco que yo aprovecho para, por fin, sobrepasarlos.

—Gracias, Señor, por darle su merecido a esa zorra.

Sigo avanzando por la acera felizmente y me siento agradecido por mi bici, por el sol, por el cielo, por la Creación. Me apetece darle las gracias a Dios y lo busco pero, como siempre, no lo veo por ninguna parte. Como no lo encuentro choco mi mano contra el aire. Él lo entenderá.

25 de octubre de 2009

Sanger, el jardinero

Frederick Sanger ahora es un viejecito. Pero esto no siempre fue así. Cuando nació en 1918 era un bebé normal y llorón como todos. Poco después se doctoró en Bioquímica, y luego terminó recibiendo dos Premios Nobel.

Fue el primero que secuenció una proteína: la insulina. Esto le valió un Premio Nobel. También consiguió determinar secuencias de bases de DNA con su método, el Método de Sanger. Esto le valió su segundo Premio Nobel. Después vio que sería difícil que le dieran un tercero y se dedicó a la jardinería. Ahora tiene dos Premios Nobel y un bonito jardín. Y allí sigue, podando ramitas y regando sus flores.

Bien por él.

20 de octubre de 2009

Introducción a la Psicología Médica

Breves apuntes en sucio

Enfermo piensa como un enfermo. A veces los pacientes hacen sentir al médico como un superhéroe. (Hay una tía buena nueva. Gracias, Señor, por estos dones que vamos a recibir.) Enfermos quieren medicinas. Efecto placebo. Posibilidad de que un paciente te abra un proceso judicial si la cagas, o si es un paciente tocapelotas. ¿Qué es la mente? Cerebro. Bioquímica. Sinapsis. Neurotransmisores. Salud, enfermedad... nunca salud total, es sólo un modelo teórico. Siempre hay algo. “Los perros tienen pulgas, los hombres tienen problemas.” Aunque yo a veces he tenido pulgas. ¿Qué problemas tienen los perros? La profesora se llama Elisabeth. Salimos a las 11. Me he olvidado de echar la beca. Y mañana es el último día. Siempre igual... Cabeza. Puta cabeza. Traumas infantiles. Pasamos de no saber hablar a pensar, e incluso a pensar sobre cómo pensamos. La cabeza es una maravilla. Me duele la cabeza. El cuerpo sigue a la mente, la mente sigue al cuerpo. Son inseparables. Piensa en el vaso, piensa en el vaso, en el vaso, piensa en el vaso, vaso, y piensa en la polla, polla-vaso-polla, polla-vaso-polla, piensa, polla, vaso, polla, vaso, polla, vaso y entonces... ¡fuh!, suelta el chorro.

14 de octubre de 2009

Pequeña serenata nocturna

29/09/09
02:33

Estoy de nuevo en la 515. La planta se halla en medio de una remodelación incompleta. Numerosos detalles sin acabar y lo nuevo lleno de polvo. La silla rechina contra el suelo y tengo una llaga en el labio inferior, lado derecho. Durante la cena han obligado a los nuevos a hacer cosas feas y me dolía; no podía mirar. ¿Cómo voy a respetar luego a una persona a la que he visto ser obligada a chillar como un mono? Miraba el plato de puré verde y no veía nada, pero oía. A una chica le ordenaron pelar mi manzana, así que opté por comérmela con cáscara.

—No te molestes, gracias.

Por la tarde fui a comprar uno de esos aparatos que hacen que donde había un enchufe haya más, no me sé el nombre; seis enchufes made in China. Necesitaba electricidad. En la tienda de los chinos me encontré con Harvey y su novia. Ella es muy guapa, pero es su dificultad al pronunciar las erres lo que la hace verdaderamente hermosa. ¿Cómo no amarla? Soy un extraño caso de filántropo. Estreché la mano a Harvey y le di dos besos a su novia. Al despedirme lo hicimos al revés. Estaba agotado por la mudanza, y al final del día caí rendido en la cama después de recibir amor por teléfono. Pero una hora después me despertó el ruido de puertas abriéndose y cerrándose.

Ahora estoy en la 515 y no puedo dormir. Tengo la primera clase del nuevo curso dentro de pocas horas. Podría estar enfadado por las obras, por el polvo, porque el radiador que me han puesto no está paralelo al suelo, porque no tengo pornografía, por la llaga de la boca o por no poder dormir; pero no puedo. Estoy demasiado contento por el hecho de estar aquí otra vez. Pensé que podría escribir todo esto y así estrenar el bonito bloc de notas que Debbie me regaló en verano. La nueva luz se enciende con un sonido maravilloso. Bzzzzzz... ¡clinc! Música fluorescente. La puerta del ropero cierra con un ruido de madera antigua y confortable. El colchón recibe el peso de mi cuerpo con un mullido silencio. Mañana será la primera vez que gaste la capa #613 de la suela de mis zapatos.

22 de septiembre de 2009

Un pedacito de LSD

En algún momento de la noche me había separado de Joe y Juan. Ahora serían las seis de la madrugada de otra calurosa noche de agosto y caminaba perdido entre las luces de colores.

No era una calurosa noche de agosto cualquiera, era la feria anual en el polvoriento pueblecito de Bartow; que es de donde yo soy. La feria se celebraba en una enorme explanada de tierra a las afueras del pueblo. Miré mis zapatos y observé que estaban cubiertos de polvo. Eso siempre me ha entristecido. Y la feria de mi aburrido pueblecito a las seis de la madrugada ya es algo de por sí bastante deprimente. Casi todas las improvisadas calles entre las atracciones desiertas, los supervivientes atrapados en esas trampas de lona que son las discotecas móviles, música nefasta sonando de fondo desde varios frentes, y una bolsa de plástico que pasa levitando por mi lado, arrastrada por la brisa veraniega, junto con una minitormenta de polvo. Ahí estaba yo. El puto Cowboy Chase. Con mis zapatos polvorientos, con mi camiseta salpicada de... yo qué sé, y con un botellín de cerveza Desperados en la mano derecha.

El botellín no me lo vendieron en la feria, no tenían. Y aunque lo hubieran tenido habría que estar tonto para pagar un precio de feria por él. 2’50 por un tercio ya me parece un precio bastante alto, no iba a pagar más de eso. A las tres o por ahí, harto de beber de litros que me llegaban calientes y disipados, me entraron unas ganas horribles de beberme un botellín de Desperados. Los franceses nos han dado tres cosas buenas, a saber: el amor, el sexo oral, y una cerveza mexicana de imitación que está mejor que la auténtica; la Desperados. Fue en ese momento cuando me separé de Joe y de Juan. Les dije que quería beberme una Desperados y me dijeron que ellos se quedaban, así que fui yo solo hasta el centro del pueblo a por mi cerveza. En mi pequeño pueblecito el centro no está demasiado lejos de las afueras. Veinte minutos caminando, quizá. Cuando estuve de vuelta en la feria me puse a buscar a Joe y a Juan, pero no los encontré.

El botellín ya me lo había bebido, pero hay una cosa que he olvidado mencionar: había orinado en él no sé por qué razón. De modo que ahora estaba lleno de mi orina. El puto Charlie Chase, con un botellín de cerveza en la mano derecha lleno de una muestra de orina. Nunca se sabe cuándo vas a necesitar una muestra de orina.

Unos segundos después el destino trajo la respuesta entre el polvo. Venían caminando en dirección a mí tres tíos. Cuando se acercaron pude distinguir entre ellos a uno de mis antiguos compañeros de clase. ¿Compañero? Compañero no es la palabra que yo emplearía para la mayoría de la gente con la que he compartido clase, pero es lo que dice el diccionario. El tipo éste, desde los ocho años o antes, estuvo empeñado en superarme. ¡Y a mí me daba igual! Si su meta en la vida era sacar más nota que yo, allá él y su ambición; yo y mi pereza éramos buenos amigos ya en aquellos tiempos. Me divertía ver cómo venía a presumir cuando sacaba más nota que yo, o cómo cerraba su boca y bajaba su cabeza cuando era yo el que ganaba. Me divertía sobre todo porque a mí aquello me daba totalmente igual. Mi gordo amigo con su ambición y su competición, a la mierda. Yo me comportaba con él como una máquina de arcade de los bares; puedes ganarle la partida, perder, dar saltos, llorar, gritar, y ella sigue con su frío metálico quedándose el dinero —¿será la vida así con nosotros?—. En cuanto a las clases de gimnasia, su grasa corporal nunca pudo competir con un delgaducho ágil como yo. Le dejaba para él las pruebas de fuerza.

Pues ahí venía mi compañero de clase, ahora más alto y delgado. Con esa creencia de que el mundo le pertenecía, agarró mi botellín sin mediar palabra y bebió. Glup, glup, glup. Tres veces.

—Esta cerveza sabe a meado —gruñó él devolviéndome el botellín.
—Eh... sí, no sé... —dije sorprendido por lo bien que había salido todo sin que yo hiciera nada. ¿Era aquella cosa el karma?

Se limpió los labios llenos de mi orina con el dorso de la mano y se marchó sin despedirse. Jódete, capullo. Ésa te la debía. No recuerdo por qué pero te la debía. Mis pequeñas victorias silenciosas.

Me entraron de nuevo ganas de mear, así que me dirigí hasta las filas de aseos de plástico. Había una tía sacando condones de una máquina. Una tía de éstas que se creen que están buenas, y llevan pantalones que les quedan pequeños y les marcan mucho la grasa de la cintura.

—Eh, tú —mi reciente éxito me había envalentonado—, ¡gorda! Dime qué opinas de las teorías negacionistas del sida.

Sacó su cajita, me ignoró y se marchó. A buscar a su novio, seguro; que para mi fortuna no estaba presente cuando la llamé gorda, o me habría partido la boca. Yo no tengo mucho que dar en una pelea.

Entré en el apestoso aseo de plástico, con pollas y números de teléfonos por las paredes, y mierda marrón deslizándose hacia el agujero. Sin soltar mi botellín de cerveza meé torpemente ayudado por mi mano izquierda. Cuando salí del aseo allí estaban Joe y Juan.

Joe es un tío de dos metros de altura que es mi único amigo con todas las letras. Llegó a mi clase hace varios años y todos lo marginaban, por ser de fuera y por ser muy alto. Los niños son así; se reían de mí por ser bajito y no alto como ellos, y llegó Joe y se rieron de él por ser más alto que ellos. Desde el principio empezamos a ser buenos amigos y formamos un pintoresco dúo.

Juan es el hombre de la droga, dos años mayor que Joe y yo, hijo de inmigrantes colombianos. Todos los yonkis del pueblo se saben su número de memoria. Con Joe y conmigo siempre fue un tío legal, y además era tan... raro como yo, y eso me gustaba. Nunca encontraba gente así. Cuando estaba muy volado empezaba a contarme historias de peyote y ayahuasca.

—¿Qué haces con ese botellín en la mano? ¿Has meado en él?
—Sí... bueno... pero no ahora, es una larga historia. ¿Dónde os habíais metido?
—¿Dónde te habías metido tú?
—No sé, tíos, no sé.
—Vamos, síguenos, hemos conocidos a unos tíos simpáticos.
—Chachi. ¿Te queda algo para fumar?
—Sólo este porro que lié con lo último que quedaba de la bellota. Para todos.
—Chachi.
—No te preocupes, los tíos simpáticos son tíos simpáticos, ¿me entiendes? Ellos tendrán más.
—Chachi.

—Joe, mira mi camiseta —me señalé la mancha—, se sigue cumpliendo la ley.
—¿Qué ley?
—Aquella que dije... Cuando el líquido de un recipiente sale por los aires tiende a caer sobre mi camiseta.
—Ah, sí, esa ley... Sí, tío.
—Si mi camiseta es blanca la tendencia es aún mayor.
—¿Te crees muy listo, no, Albert Einstein? —dijo riendo mientras me daba unas amistosas palmaditas en la espalda.
—Es que siempre llego a casa empapado en alcohol que no he bebido —contesté yo, doliéndome de sus amistosos golpes en la espalda.

—¿Dónde están esos tíos simpáticos?
—Por allí, donde las caravanas. Son feriantes.
—Guay.

Llegamos a donde estaban las caravanas y, sentados en las escaleras de una de ellas, había dos hombres de unos veintinueve años. Uno negro y otro blanco. Estaban liándose un porro.

—¡Eh, tíos! Ya estáis de vuelta —exclamó el negro alegremente.
—Sí —dijo Juan. Intercambio sigiloso de billetes y droga.
—Espérate, que la voy a dejar en la caravana. Esto son provisiones para el viaje.
—¿Queréis subir a ver la caravana? —preguntó el blanco.
—Vale —respondimos Joe y yo.

Yo nunca había visto una por dentro y era muy curioso ver aquel pequeño hogar rodante. El espacio aprovechado al máximo, muy acogedora. Podría vivir allí.

—¿Es vuestra?
—No, es de nuestro jefe. Ésta era la suya hasta que se compró aquella —y nos señaló por la ventana una caravana más grande—. Tiene aire acondicionado. Esta lata de sardinas no.
—Aaah.
—¿Hacemos algo? —preguntó Juan.
—Vamos a dar una vuelta —contestó el negro.

Y nos fuimos los cinco a dar una vuelta. El negro, el blanco, Juan, Joe y yo, caminando por la feria desierta, el cielo clareando por el Este. El tipo blanco era de algún país del Este. Y el negro... bueno, era negro. Como dijo mi amigo, eran unos tíos simpáticos. El negro nos estuvo contando muchas de sus aventuras sexuales. La que más me gustó fue una en la que se folló a una rubia rica racista, pero a la que le encantó su polla negra. Se lo decía entre gemido y gemido mientras se la metía. “Yo creo que los negros tienen que estar en su país y todo eso, ¡pero méteme esa polla negra, cabrón!”, algo así me imaginaba yo que sería aquello. En fin, las luces y miserias del ser humano, animal racional atormentado.

Pasó una niña de unos catorce años con una falda muy corta. No sé qué hacía por allí a esas horas.

—¡Niñaaaaaaaa! Te voy a follar tan fuerte que te van a salir los pelos del coño —gritó el blanco, aplicando sus conocimientos del idioma y su ignorancia sobre el desarrollo de los genitales femeninos.
—Tío, que tiene la mitad de años que tú —le dijo el negro.
—Pero tíiiiio, si le cabe... ¡yo qué culpa tengo!

Unos tíos simpáticos.

—¿Sabes lo que me apetece ahora? —preguntó el negro con una sonrisa que nos dejaba ver bien sus dientes.
—A mí que me chupen la polla —contestó el blanco.
—Eleeee... eseee... ¡de! —¡qué dientes más blancos tenía!
—Habérmelo dicho antes, en mi casa tenía —apuntó Juan—. No como para venderte, pero lo suficiente para invitaros y divertirnos.
—Pues vamos a por él —dije yo, ansioso por probarlo.
—Sí... ahora vamos a ir otra vez hasta mi casa... ¡anda ya!

La casa de Juan estaba en las afueras del pueblo, pero en el extremo opuesto. El LSD se me metió en la cabeza igual que anteriormente lo hiciera la Desperados. Realmente quería probar un poco de ese LSD. Estaba dispuesto a moverme.

—Si al menos tuviéramos coche. ¿Vosotros tenéis?
—No, nosotros no. Viajamos remolcados en la caravana.
—Yo sí —añadí contento.
—¿Tú tienes coche? —se extrañó Juan.
—Bueno, no exactamente, pero puedo coger el de mi padre.

Mis padres estaban de vacaciones. Yo ya tenía edad como para no ir con ellos. Era por unos días el dueño de la casa, y mi casa estaba cerca.

—Podemos caminar hasta mi casa, cogemos el coche de mi padre y vamos a tu casa.
—¿Tú sabes conducir?
—Claro. Pero no tengo carné. Espero que no nos coja la poli.
—Vamos a por ese coche.

Poco tiempo después estábamos frente a mi casa. Entré y me golpeé con algunas cosas, tiré otras cosas, y encontré por fin las llaves del coche. Salí a la calle, lo abrí, subimos y arranqué. Como dijo mi hermano de piel negra: “eleeee... eseee... ¡de!”, allá vamos.

Metí primera, solté embrague, aceleré y el coche se caló. Volví a arrancar, metí primera, y traté de mantener el equilibrio embrague-acelerador. Salió bien y nos pusimos en marcha. Ahora sí: ¡allá vamos!

Conduje el coche por las calles del barrio hasta llegar a la carretera principal que recorría el pueblo. Era un rodeo pero, teniendo en cuenta mi estado, era mejor tomar la carretera que atravesar las calles estrechas y serpenteantes. No sé cómo, pero lograba mantener el coche en marcha y en la calzada, lo cual era todo un logro. Hasta me aventuré a meter segunda y tercera. Vi dos focos cegadores que venían por mi carril, y esto significaba que yo iba por el carril contrario. Giré el volante y volví a los cauces de la conducción no-temeraria. Las chapas del viejo coche pasaron más de dos veces a un centímetro del arañazo fatal. Pero al final llegamos todos sanos y salvos a casa de Juan.


Juan no llevaba las llaves encima, tenía que dar la vuelta y entrar por las traseras. Dijo que debía acompañarle una persona, y dada nuestra rara conexión —esto son conjeturas mías— me escogió a mí. Fuimos hasta el final de la calle, doblamos la esquina, y nos metimos por un estrecho callejón que partía en dos la manzana. A él se abrían todos los patios traseros de las casas. Al llegar al lugar adecuado Juan se detuvo y me ofreció apoyo para que saltara la pared. Una vez dentro me pidió que le abriera la puerta y entró. Su patio trasero estaba lleno de plantas de marihuana.

—Esto era lo que quería que vieras.
—¡Aaaaah, amigo!
—Tengo que tener cuidado porque mi perro se las come. El cabrón se ha vuelto adicto o algo así. El otro día se comió una planta pequeña de black widow —dijo mostrándome un tiesto con ramitas desnudas—. Ven, sígueme.

Entramos a la humilde casa atravesando una de esas cortinas formadas por muchísimas tiras verticales. Todo estaba abierto porque hacía mucho calor. Me dijo que esperara ahí, para no hacer ruido; sus padres estaban durmiendo. Él desapareció por un pasillo y me quedé solo en aquel hogar ajeno y silencioso. Escruté la oscuridad y miré lo que dejaban ver las puertas abiertas. Una porción de la encimera de la cocina con un microondas encima, un cuarto de baño cubierto de azulejos en el que se veían un lavabo y un espejo, una cama de matrimonio donde había dos personas durmiendo. ¡Sus padres! Quién era yo para violar aquella intimidad. Sólo un drogado en busca de droga. Me puse triste y empecé a sentirme incómodo allí, pero para mi alivio apareció Juan. Dijo que saliéramos al patio.

—Tío, hay un problema. Hay menos LSD del que yo creía. Sólo queda esto —me mostró un rectangulito de papel. Así que aquello era el LSD...—. ¿Qué hacemos?
—No sé, tú eres el que entiende.
—Si queremos cortarlo para todos necesito unas tijeras, pero no las encuentro. No puedo encender la luz para no molestar a mis padres.
—¿Entonces qué hacemos?
—Yo había pensado en que nos lo comiéramos sólo tú y yo. Si lo parto sólo una vez no se echa tanto a perder. A ellos les decimos que no, que no me quedaba.
—No sé... no me gustan esas cosas retorcidas.
—Sí, bueno, tienes razón, iremos allí y les explico.

Volvimos al coche. Ellos estaban fuera, sentados en la acera. Ofrecían una imagen de algún modo triste y bella. El viejo coche aparcado, los tres drogados sentados en la acera charlando, el cono de luz de una farola cayendo sobre ellos, y el resto de la calle envuelta en una penumbra azulada. No podía traicionar a aquellas personas.

—Hay un problema con el LSD —confesé.
—Sí, hay menos del que yo pensaba que iba a haber. Con esto tenemos para divertirnos un poco, pero necesitaríamos una tijera para cortarlo. ¿Alguien tiene una tijera?
—No.
—Es que si no se me va a quedar todo en los dedos al partirlo.
—¿Y qué hacemos entonces?
—No tomarlo.
—No. Ya que hemos llegado hasta aquí... ¡adelante! —me empeñé.
—Sí —me siguieron.
—Está bien, está bien —cedió Juan.

Nos sentamos bajo la luz de la farola y él partió el pedacito de LSD en cinco pedazos más pequeños con sus manos pardas. El milagro de los panes y los peces para cinco drogados en un amanecer de agosto. Metimos nuestros pedacitos en la boca, como una extraña eucaristía psicodélica. Janis, Jimi, dejadme contemplar vuestro eterno sexo celestial.

—Conozco un sitio donde están dando una fiesta, podemos ir allí. Habrá música y bebida —ofreció Juan.
—¿Pero habrá chochos? —se interesó el blanco.
—Claro, muchos chochos fáciles.
—Vamos allí entonces.
—Yo prefiero no ir —confesé. Sabía que allí no iba a estar a gusto. Nunca he estado a gusto en sitios así. Quería que mi viaje fuera algo interior y tranquilo, y que no me lo jodieran desde el exterior con música alta y bebidas alcohólicas cayendo sobre mi camiseta y mis zapatos—. Me voy a casa mejor. ¿Os quedáis aquí?
—Sí, la fiesta no está lejos.
—Entonces me despido de vosotros.

Abracé a Joe, abracé a Juan y choqué la mano a mis simpáticos amigos internacionales. Monté en el coche, arranqué y me marché a casa.

Cuando entré en mi habitación eran las ocho de la mañana. Cerré la ventana para volver a la oscuridad y puse una película esperando los efectos. Casi al final de la película, cuando los muchachos filosofan en una azotea mientras fuman marihuana —la Torre Eiffel brillando en el horizonte de bloques—, me quedé dormido. Los efectos nunca llegaron.

Cuando desperté llamé a Joe para preguntarle si él había notado algo.

—No, nada, tío. ¿Y tú?
—Yo tampoco.

El siguiente número que marqué fue el de Juan.

—Tío, ¿qué ha pasado? No he notado nada.
—Ya, tío, yo te lo dije anoche... Es que al ser el papel tan pequeño y haberlo troceado con los dedos, todo se me quedó en la piel.
—¿Tú notaste algo?
—Yo sí, porque me lamí los dedos.
—Entiendo. Bueno, ya nos vemos.
—Adiós.

Así terminó mi viaje.

23 de agosto de 2009

Una visión reveladora

Cuando llegaba a clase sólo encontraba sitio a cincuenta metros de la pizarra. Todo lleno de alumnos. El gobierno o algo más grande se están esforzando realmente en eso de formar médicos, pensaba yo. Me sentaba en mi asiento, sacaba un folio, trataba de tomar apuntes e intentaba mirar las diapositivas que pasaba el profesor. Pero lo de mirar las diapositivas era imposible. Podía ver con claridad a mis compañeros de la fila de delante, a mis compañeros que estaban cinco filas más adelante, pero no las diapositivas. A esa distancia los objetos y superficies aparecían borrosos y difuminados.

Yo tenía la loca idea de que un día me había jodido el ojo al intentar fotografiármelo y olvidar desactivar el flash. No soy la clase de persona que se fotografía el ojo, por lo que la única razón que encuentro para justificar aquel acto temerario es mi gran estupidez. Cuando pulsé el botón se liberó el destello del flash y noté cómo el calor inflamaba mi globo ocular. Durante el resto del día hubo una mancha oscura y borrosa que estaba ahí siempre que yo intentaba mirar algo. Me acordé de que a Isaac Newton le pasó algo igual cuando enfocó su telescopio directamente hacia el Sol. Después pasó varios días encerrado en una habitación oscura para que se le pasara. Qué tío más listo, ¡voy a hacer lo mismo! Me encerré en mi cuarto y cerré puertas y ventanas —sólo hay una de cada, pero la frase queda mejor así—. Tapé cualquier rayo de luz que intentara entrar y me tumbé en la cama, a pensar en Isaac Newton. También pensaba en paranoicos escondiéndose de los satélites que el gobierno o algo más grande se encargaban de poner en órbita. Mientras tanto miraba hacia donde normalmente se podía ver el techo. Me entró hambre, pero no me había acordado de coger nada de comer, así que me quedé hambriento en la oscuridad hasta que me dormí. Al día siguiente la mancha ya no estaba. No estaba en mi ojo, quiero decir. Había pasado a mi desequilibrada mente en forma de obsesión con una ceguera que no existía.

Ahora volvemos a la imagen que ofrezco en la clase de la universidad: sentado a cincuenta metros de la pizarra, cuerpo echado hacia adelante, cabeza hundida entre los hombros, ojos entrecerrados, boca entreabierta, mueca de estupidez; acordándome de Isaac Newton y su telescopio. Todo borroso. No veo una puta mierda. Los huesos del cráneo. ¿Qué ha dicho? Está todo en las diapositivas. Ya, pero no las veo; ¿nosequé con forma de murciélago? El esfenoides. Aaaah.

Pasó un mes así, hasta que decidí que era hora de informar a mi madre. Mi madre, como madre afectuosa que cuida de su hijo muchos años y de pronto se encuentra con que ya no está en casa, me llamaba todas las noches. Le conté lo de que me estaba quedando ciego.

—¡Ya te lo decía yo! ¡Ya te lo decía yo! ¡No pases tantas horas delante del ordenador, que te vas a dejar la vista! Y tú sin hacerme caso... —contestó mi afectuosa madre.

Esto forma parte de una contrastada teoría dentro del círculo científico de las madres. Esta teoría causa-consecuencia establece que: “todo mal que sufra el hijo estará ocasionado por haber desobedecido a la madre”. Ejemplo 1: te raspaste las rodillas porque no te ataste los cordones. Ejemplo 2: te mareaste cuando corrías porque no te comiste todo el plato de lentejas. Ejemplo 3: te resfriaste porque un día de la semana pasada que llovía no quisiste coger el paraguas. Etcétera, etcétera.

—Sí... mamá.
—Aisss, anda que... bueno, ya te llamo yo al oculista a ver para cuándo te dan cita. ¡Si es que no me haces caso! Como tengan que ponerte gafas...

Yo no estaba muy seguro de querer llevar gafas, pero quería algo que me arreglara la irreversible pérdida de visión de la que sólo yo tenía constancia. Así que creo que quería unas gafas. Cualquier cosa para solucionar aquel fatídico día en que me fotografié el ojo con el flash activado. “Mire usted, señor oculista, es que un día me fui a fotografiar el ojo y...”.


Así llegamos a uno de esos días extrañamente calurosos del pasado marzo. Una clínica privada de oftalmología por fin me había concedido cita. Salí de clase a las doce del mediodía bajo un sol abrasador. Yo aún no tenía muy claro lo de los autobuses, de modo que cogí el de siempre, paré donde siempre, y después caminé un kilómetro.

Llegué a la clínica con la espalda empapada en sudor. Puse un pie en el umbral y las puertas automáticas se abrieron. Maravillas del siglo XXI. Además dentro el aire acondicionado mantenía una temperatura invernal. Di mi nombre en recepción y me indicaron el doctor que me correspondía y qué pasillos debía tomar para llegar hasta él. Asentí para expresar comprensión y me lancé a la exploración de la sanidad privada. Llegué al lugar que me correspondía, donde había mucha más gente esperando. Las citas iban con retraso, al igual que en la sanidad pública. Tomé asiento en un mullido sofá y me puse a observar con devoción una revista sobre ojos y cirujanos de ojos. En cada sala de espera había una gran pantalla plana mostrando imágenes de cirugía ocular. Cosa afilada araña córnea; oh, sí, ya me siento mejor y más informado. El hilo musical emitía música clásica muy relajante, mientras en la pantalla cambiaban la córnea defectuosa. Yo empezaba a tener frío. ¿A cuántos grados estaría el aire acondicionado? ¿Cuatro? El tiempo pasaba, yo cambiaba de posición en el asiento, los pacientes entraban y no los volvía a ver. ¿Qué están haciendo con ellos? Nuevo cambio de posición en el asiento, a ver si así no se me duerme la pierna izquierda. La música clásica seguía sonando y yo ya era el único paciente en la sala.

—Carl Chase —llamó una enfermera a la que catalogué como aceptablemente atractiva.

Ya está, soy el siguiente; ahora sabré qué les ha pasado a los demás pacientes, ¡oh, cruel destino! Pasé y allí no había ningún doctor, sólo máquinas. La enfermera me dijo que me sentara y me puso un aparato con distintas lentes delante de los ojos.

—¿Qué tal ves con ésta?
—Mal.
—¿Ésta?
—Borroso.
—¿Ésta?
—Sigue borroso.
—...
—¡Ahora, ahora veo bien! —exclamé pensando que había encontrado la solución a mi ceguera.
—Ahora no tienes puesta ninguna lente.

Después me colocó delante de otra máquina. Yo tenía que acercar el ojo a una mirilla y observar un globo lejano que sobrevolaba una carretera. Ella ajustaba la máquina y yo le indicaba cuándo veía el globo nítido.

—Un poco más... un poco más... ahora.
—Mmmm, pues parece que no tienes nada. De todos modos ahora te verá el doctor.

Cogió un frasco, me pidió que mirara hacia arriba y dejó caer unas gotas en mis ojos.

—Esto te dilatará las pupilas.

Genial, pensé. Mientras se me dilataban las pupilas empezó a hacerme preguntas sobre mi visión y mi vida mientras rellenaba un formulario. Esperamos un rato más y me dijo que ya podía pasar a ver al doctor. El tío tenía que ser alguien fenomenal para merecer tanta espera. Había aprobado todos los exámenes que a mí me quedaban todavía por delante, ya sólo por eso merecía mi admiración inicial.

Entré a ver al doctor. El gran doctor. Cogió los papeles que la enfermera le dio y me pidió que tomara asiento. Me repitió las mismas preguntas que la enfermera. Ya está, están comprobando si mi declaración se sostiene, y cuando encuentren un fallo me eliminaran como hicieron con los otros. “Esto te dilatará las pupilas...”, “esto te dilatará las pupilas...”, “esto te dilatará las pupilas...”. Empecé a sentirme mareado, y seguía teniendo frío. “Hace mucho frío”, pensé, “como en un matadero”, completó mi mente. El doctor se acercó a mí, puso su mano en mi barbilla y me deslumbró con su linternita. Por si todavía no estaba suficientemente ciego.

Cuando concluyó su examen de mis ojos me dijo que yo no tenía nada, y que lo único que me pasaba era que en clase me sentaba demasiado lejos. El remedio que me entregó fue la siguiente frase: “siéntese más cerca”. Gracias, doctor. Me imprimió un documento con los resultados y observaciones y se despidió de mí. Yo quise decirle que no me llamaba George, por mucho que él me hubiera llamado así durante toda la consulta, pero me callé. La enfermera me dijo que pagara en recepción, mientras me abría una puerta que conducía a la salida. La salida era un nuevo pasillo que quedaba en el otro extremo de la consulta. Por eso yo no veía pacientes salir de la consulta en la sala de espera. Era todo como una cadena de trabajo de una fábrica, o de un matadero.

—Soy Carl Chase, ¿cuánto le debo? —pregunté a una de las chicas que estaban en recepción.
—Déjame mirar... 35 euros.

Ahora sí que me la han clavado. La chica guapa –al menos eso veía yo– de la recepción me dijo que por qué no me sentaba un rato hasta que mis pupilas recuperaran su estado normal. Yo no quería pasar más tiempo allí. Quería salir a la calle donde la temperatura no era la de una cámara frigorífica.

—No, si veo bien, yo me arreglo.

Y no era mentira, más o menos veía. Hasta que salí a la calle —dos de la tarde, sol en lo alto— y mis pupilas no supieron adaptarse al cambio de luz. Comencé a caminar más ciego que Ray Charles. Llegué a un semáforo y me paré porque el resto de peatones estaban parados. Me moví cuando el resto de peatones lo hicieron.


No sé por qué razón, lo que en ese momento me vino a la cabeza fue: "Genial, ¡aquí empieza mi brillante carrera musical!".

Y no lo sabía entonces, pero en algún lugar había una trompeta plateada esperándome.

8 de agosto de 2009

Horror vacui

Tenía 15 años la primera vez que oí esas palabras. Estábamos en clase de Literatura, haciendo algún esquema sobre algún movimiento literario. El Romanticismo, creo. Actualmente ya he olvidado todo aquello. Sin embargo recuerdo que Larra, cuando se voló la cabeza, puso el cañón en su sien derecha. En su sien derecha, y no en ningún otro sitio. Esos datos sin importancia son los que mejor recuerdo.

Terminé el esquema, en un folio en horizontal. Pero no me llegaba hasta abajo del todo. Quedaba al final un espacio vacío, en blanco. Así que le metí otro bloque al esquema para rellenar esas tres o cuatro líneas. Luego fui a enseñárselo a mi profesor; por aquel entonces el asunto funcionaba así. Él me dijo que “bien, bien...”, pero que qué era aquello que le había metido al final, “esto no entra en el examen” —lo que no entra en el examen conviene ignorarlo; el asunto sigue así hasta la universidad—. Le expliqué que era porque no quería que me quedara ese hueco en blanco. Y entonces él, con actitud didáctica de profesor dijo: “horror vacui”.

Me gustaba mucho aquel profesor. Casi todos pensaban que era un gilipollas prepotente adicto a la coca. A mí me gustaba mucho; por ser un gilipollas prepotente, y por ser adicto a la coca. Concejal de Cultura era aquel hombre. Él también me apreciaba mucho a mí. “Trabaja en algo en lo que ganes mucho dinero”, me dijo el día que terminé el instituto.

Este cuento escolar que estoy soltando no es porque sí. Es porque no he publicado nada en el mes de julio y ahora no aparece. Me jode un montón. Todas esas pequeñas tonterías me obsesionan. En fin, el mundo sigue girando.

Ahora me estoy dedicando principalmente a hacer cosas. Probablemente en un futuro próximo vuelva y escriba sobre esas cosas. A día de hoy, lo único seguro es que las mierdas que los perros sueltan en la calle acaban entrando en las casas pegadas bajo nuestros zapatos.

30 de junio de 2009

Bioquímica

Se supone que yo debería estar ahora estudiando Bioquímica. Es un montoncito de apuntes que, poniendo folio encima de folio, llega a alcanzar un grosor similar al de cualquier best-seller infumable. Se supone, como decía, que yo debería estar estudiando Bioquímica; pero estoy leyendo un libro.

«Se cuenta que los adictos al sexo se vuelven dependientes de una química sexual creada para practicar el sexo continuamente. Los orgasmos llenan el cuerpo de endorfinas que matan el dolor y te tranquilizan. Los adictos al sexo en realidad son adictos a las endorfinas, no al sexo. Los adictos al sexo tienen unos niveles naturales inferiores de monoamina oxidasa. En realidad, los adictos al sexo lo que ansían es la péptido feniletilamina que uno segrega en situaciones de peligro, capricho pasajero, riesgo y miedo.

Para un adicto al sexo, tus tetas, tu polla, tu clítoris, tu lengua o el ojete de tu culo son chutes de heroína, siempre están presentes, siempre listos para usarlos. Nico y yo nos queremos tanto como un yonqui quiere a su dosis.

—¿Y si entra la mujer de la limpieza? —le digo.
Nico me sacude en su interior y dice:
—Oh, sí. Eso sería la hostia.»

Bueno, tampoco me he desviado demasiado.

25 de junio de 2009

Describa lo que vea en la imagen

Se trata de un examen sobre imágenes de células y todo eso. Estoy con Harvey sentado al final de la clase. Es una clase muy grande, de las de universidad de toda la vida. Estamos aquí atrás porque ya hemos hecho el examen, pero no podemos salir para no contarles a los que están fuera, que aún tienen que entrar, lo que hemos visto. Esto se hace para... “garantizar la homogeneidad de los resultados”, como ha dicho Él. Él está ahí delante, subido en lo alto del entarimado, explicándoles a los demás las imágenes que ya nos ha explicado a nosotros. Los demás describen lo que ven. Yo los describo a ellos. Con sus caras de concentración, escribiendo, intentando atinar con la descripción de las células.

Todo este rollo de que tengamos que esperar se debe a... “un efecto nocivo de las insuficientes infraestructuras de las que disponemos”, como ha dicho Él. Si tuviéramos más aulas disponibles el examen lo habríamos hecho todos los alumnos a la vez. Pero no. Aquí estamos. Aislados. Como esos jurados populares americanos de las películas, encerrados en una sala con un gordo insoportable sudando como sudan los gordos insoportables. Yo sería el tío delgadísimo hasta parecer enfermo, que trata de convencer a todos de que el negro es inocente, y que termina totalmente desquiciado y con unas ganas horribles de clavar una pluma estilográfica que hay encima de la mesa en la enorme panza del gordo. Y llenarlo todo de epitelios del intestino, de porciones del omento mayor, y de masas deformes y apestosas de tejido adiposo. Dios, cómo odio a ese gordo.


Harvey me pregunta que quién es ese gordo. Le digo que no es nada, que sólo estaba desvariando. Buen tipo este Harvey. Es una de las personas que me hizo incumplir mi firme propósito de no hacerme amigo de nadie. Sencillamente, hay gente demasiado buena por el mundo como para ignorarla. No es posible, sencillamente. Ahora Harvey me está acariciando el pelo haciéndose el drogado. Me mira poniendo la mirada perdida y me dice que qué pelo más negro tengo, que cómo puede ser tan negro. Sí, ése soy yo.

Escribo todo esto para matar el tiempo, y porque me aburro. Le quité el folio a Harvey, que estaba dibujando en él a la compañera de delante desnuda. No dibuja muy bien. Bueno, a muchos nos pasa lo mismo. Tienes la imagen definida en la cabeza, pero luego eres capaz de dibujar poco más que los globos que corresponden a las tetas. Tetas, tetas, tetas... estoy escribiendo. Casi no pienso, porque todo lo que estoy pensando lo estoy poniendo aquí. Esto es mi pensamiento. Si nos oyéramos unos a otros los pensamientos pensaríamos que estamos locos. Probablemente así sea.


Quizá nos quedemos al final de la clase. Para practicar esa tortura masoquista de los estudiantes de ver en qué hemos fallado. Él va a ser quien nos lo diga. Va a poner las imágenes y nos va a mostrar su juicio, nos va a mostrar la verdad. Escucha al hombre sabio. ¿Qué quién es Él? Él es el Maestro. Con su halo brillante alrededor como un glucocálix fluorescente. Yo miro las imágenes de células e imagino que salto en una cama elástica, que es una membrana celular; con su turgencia proporcionada por las moléculas de colesterol, los ácidos grasos de cadena corta, el número de instauraciones... Boing, boing. Soy la célula defectuosa de un decrépito cuerpo social. Un cuerpo social que se necrosa con su belleza aparente y su perfección. No me asusta pensar en la soledad y el silencio. Los busco desesperadamente. ¿Por qué coño no se calla todo el mundo?

Se supone que tenemos que estar callados para que el último grupo termine su examen sin ser molestado. No sé cuánto tiempo llevamos ya esperando. Ya falta poco. Estamos todos muy juntos sentados en pupitres muy juntos al final de la clase. Yo estoy en el rincón. Así sólo estoy en contacto con Harvey, a mi izquierda, y con la compañerita atractiva, la de las tetas, delante.
Y ahora esto se acaba, porque ya he rellenado todo el folio de porquerías.

31 de mayo de 2009

Muerte en junio

—Bueno, descubrí la biblioteca pública y me paso las horas allí.

—¿Y... tú no ibas a ser médico?

—Lo intento, lo intento. Pero con un sitio así es difícil.

—¿Y te queda tiempo? ¿Cómo te lo montas?

—Tengo bastante tiempo libre. La vida universitaria es la polla.

—Pero... ¿no tienes que estudiar o algo? ¿Cómo haces cuando llegan los exámenes?

—Cuando llegan los exámenes... bueno, eso ya no es mi vida universitaria; eso es mi muerte universitaria.

30 de mayo de 2009

Viejo roble

Es una leyenda viva y está ahí, dándonos la última clase del curso.

Por la mañana llegó en taxi a la facultad, como todos los días. Lo vi bajar del taxi mientras estaba echándole el candado a la bici. Me pregunté qué conversación tendría con los taxistas cada día, ¿les hablaría de las lamelas anilladas?

Después, quince minutos tarde como es costumbre, llegó a la clase. Vi su silueta desde lejos, acercándose por el pasillo, con su bata blanca y su pelo blanco. Al pasar cerca del radiador alargó un boli que llevaba en la mano y lo pasó por el relieve del aparato, produciendo un gracioso traqueteo. Hacía esto a menudo. Puede que tenga cerca de 100 años, pero en ese gesto infantil quedaba reflejada su vitalidad.

Entró en la clase, cerró la puerta y se puso a colocar el proyector, como siempre. Los programas informáticos no son de su estilo. Él prefiere las clásicas y fiables transparencias. “Bien, algunos comentarios sobre...”, y la clase ha empezado. Esta vez se detiene a hablarnos sobre la reacción inflamatoria defensiva mediante un “sencillo ejemplo pedagógico”. Nos explica cómo reacciona el cuerpo cuando, por ejemplo, nos pinchamos con una aguja entre la segunda y la tercera falange de un dedo cualquiera.
Domina un vocabulario particular lleno de prefijos y sufijos. A veces me quedo embobado mirándole hablar, preguntándome cómo puede soltar todo ese trabalenguas sin equivocarse. No sólo es experto en su campo, sino que puede hablar con rigor de contenidos de otras asignaturas, que a nosotros nos cuesta la piel estudiar. Dispone de una mente lúcida como pocas; a pesar de que él insista en bromear sobre su “alzheimer episódico”, riendo cuando se olvida de algo. Eso ocurre pocas veces.

Junta un poco de Francisco Umbral, otro poco de Cela, y aún no habrás podido hacerte una idea de lo que él es. A muchos alumnos les desagrada. Otros no lo entienden, pero aun así lo admiran. Yo creo simplemente que es un genio. Mi tía me contó que una vez se lo encontró paseando por la calle con un colega y le iba hablando de células.

Cuando se celebró Woodstock él ya era catedrático. Primero fue cirujano, y después abandonó la práctica buscando la teoría, la investigación, una medicina más pura. Ha pasado por numerosas facultades de Medicina, y finalmente ha encontrado buen asiento en la nuestra. Es como Dios en la facultad.

Ese hombre emite algo. Puedes notarlo. Es eterno. Estuvo allí cuando llegaste y estará ahí cuando te vayas.

Finaliza la clase. Por una vez, abandona su lejanía hacia los alumnos y adopta un tono paternal, como un abuelito:

—Bien, espero verles el año que viene en mis clases y les deseo mucha suerte a todos con los exámenes.

Al ser uno de los últimos días ha acudido poca gente a clase. Aun así es uno de los aplausos más sonoros que recuerdo. Recibió el aplauso sin inmutarse, abrió la puerta y se marchó, a jugar con sus microscopios.

18 de mayo de 2009

Carne y bilis

Estoy en mi cuarto. Tirado en la cama. Con la persiana bajada hasta la mitad y las cortinas echadas. La luz está apagada. Estoy muy feliz así. Solo, en silencio, a oscuras, en mi cuarto. La única luz que entra es la que se filtra débilmente por las cortinas. Fuera el sol de mayo se está poniendo. Otro día que se va sin hacer nada. Cómo me gusta la universidad.

Algo de viento hace ondear las cortinas. Pronto me doy cuenta de que no trae nada bueno. El olor a quemado me da en las narices. Me levanto de la cama, abro las cortinas, subo la persiana. La luz del exterior me hace daño en los ojos. Los tengo que cerrar un poco hasta que me acostumbro. Bajo la cabeza buscando el origen del humo que se eleva hasta perderse. El humo sale del patio de mi residencia. Seguro que los chinos tienen un proverbio sobre esto. Yo no tengo un proverbio, yo tengo un problema.

Acabo de recordar que esta noche hay una barbacoa. A la gente le encantan este tipo de cosas, a mí no me entusiasman demasiado. Por lo general trato de evitar comer con todo el mundo. Pero como llevo una semana sin nada de pasta, me veo obligado a ir donde la comida es gratis si no quiero morir de hambre. Y no es por ser paranoico, pero la última vez que se celebró una barbacoa en la residencia coincidió con la semana que yo tuve que sobrevivir con ochenta céntimos. Al parecer, el mundo seguía girando y conspirando en mi contra. Los físicos sólo sabían lo primero.

Es que... ¡mierda!, yo no voté esta mierda de barbacoa. Mi vecino de la habitación de al lado votó, las chicas votaron, los chicos votaron; yo no voté. Ellos eligieron el día que más les convenía que se hiciera. ¿Por qué no podía yo votar para que no se hiciera ningún día? Una vez más mis ideas se veían excluidas del amañado juego democrático.

Ahora están todos allí abajo. Yo estoy arriba asomado a la ventana, mirándolos. Los veo moviéndose por ahí alrededor de la barbacoa, muy pequeños, insignificantes. Entonces vuelve a suceder; esas visiones fatídicas pasando por delante de mis ojos. Yo estoy apostado en la ventana, con un rifle de francotirador. Tengo cabezas en la mirilla. Los altavoces emiten música clásica muy alta. Y cuando la sinfonía llega al momento álgido, empiezan a estallar cabezas como sandías a cada golpe de violines —¿le echarían la culpa de aquello a Beethoven?—. Todo esto se proyecta ante mí como una película a cámara rápida, a una velocidad de vértigo. Y tan rápido como viene, se va. Apenas un segundo. Después algo se remueve detrás de mis ojos. Joder, tengo que procurar acabar con estas cosas.

Repuesto del delirio psicótico meto los pies en los zapatos, hago acopio de fuerzas y bajo. Una vez allí empieza la verdadera pesadilla. El ruido, el olor y el humo son insoportables. Hay un montón de personas por todas partes, moviéndose en todas direcciones, demasiado ocupados en tonterías para evitar chocarse conmigo. Cada golpe, cada mínimo roce, consigue desquiciarme por completo. Yo intento esquivarlos. Ellos van por ahí con sus platos de plástico llenos de pringue por los bordes, y siempre me parece que van a mancharme. Tengo puesto mi nivel de alerta al máximo. No quiero que me manchen. Ando totalmente obsesionado con que no me manchen. Woody Allen a mi lado es un tipo alegre y despreocupado. Pero bueno, que le follen a Woody Allen.

Alguien me pisa un zapato. Miro hacia abajo y veo la mancha, acabando con la perfección de mi zapato blanco. Dios, cómo odio eso. Si yo fuera un tío más fuerte le partiría la boca a cada cabrón descuidado que me pisara un zapato. Pero... en fin, ellos son los tíos fuertes y yo soy un saco de huesos. La furia deja paso a una tristeza profunda. La mancha del zapato consigue llegarme hasta el alma.

Todo a mi alrededor es una jungla. Animales peleándose por un trozo de comida en un ambiente inhóspito. ¿Acaso soy yo el único que se da cuenta? De todos modos la necesidad de llenar mi estómago vacío me obliga a entrar en su lucha. Tras andar un rato caminando en círculos alrededor de la barbacoa descifro el funcionamiento del sistema.

Se supone que tengo que coger una pieza de carne cruda y llevarla hasta la barbacoa. Tengo también que quedarme allí vigilando. Para que no se queme, y para que no acabe en las garras de los depredadores que se creen muy listos y quieren saltarse los pasos del sistema. Si consigo que mi pedazo de carne aguante el tiempo suficiente en la barbacoa para cocinarse podré comérmelo al final, más o menos hecho.

Agarro un trozo de carne y lo llevo hasta la barbacoa. Espero, sin quitar ni un momento los ojos de mi comida. La espera se me hace eterna. En una tele que han sacado intentan sintonizar el fútbol. A ratos me llegan a los oídos conversaciones estúpidas, mezcladas con el sonido de las frecuencias muertas de la tele. Y a eso hay que sumarle ese insoportable murmullo de fondo. Es imposible entender una palabra. Es sólo un murmullo que se te mete por los oídos y te deja el cerebro hecho papilla.

Por fin decido que mi comida ya está hecha. Pero justo cuando la estoy agarrando para comérmela, alguien me golpea el brazo y la carne cae al suelo. La carne cae al suelo, la carne cae el suelo... Esto lo veo a cámara lenta. Mi pedazo de carne lista para comer cayendo al suelo y llenándose de tierra. Jungla 2, Charlie 0.

Menos mal que en ese momento me doy cuenta de que hay cerveza gratis. Cojo una lata y la abro. Ptssss. Cae por mi garganta y consigue calmarme. Me recompongo y vuelvo a intentar conseguir comida. Repito todos los pasos. Espero allí de nuevo, pegado a la barbacoa. El humo está por todas partes. Se me mete por los ojos y me los llena de lágrimas. Eso no impide que vea cómo una zarpa trata de caer sobre mi carne. Enseño el diente y con eso basta. Ése ya ha aprendido.

Finalmente consigo mi cena. La saco de la barbacoa y me voy a un rincón apartado y seguro, con mi segunda cerveza en una mano y la comida en la otra. Me llevo la comida a la boca. Me meto carne, pan y cerveza. La carne tiene un aspecto muy bueno, y más con todo el esfuerzo que me ha costado conseguirla. Y sin embargo no consigo saborearla bien. Es la bilis que me sube hasta la boca; me impide disfrutar del sabor, me lo amarga todo. Debería escupirles mi bilis a todos en sus caras. Así podría por fin saborear mi carne.

La tercera cerveza consigue dejarme tirado. Es como el reencuentro con esa vieja amante a la que hace tiempo que no ves, y no eres capaz de darle más de tres meneos sin correrte. Estoy desentrenado. Termino la carne y la cerveza y salgo de allí. Una chica realmente guapa está bajando los escalones mientras yo los subo. La saludo. Me ignora con gesto de suficiencia. Maldita sea, ¿quién coño se cree para pasar de mí? Trago otra nueva bocanada de bilis que me sube a la boca.

Llego al cuarto. Cierro la puerta a mis espaldas. Me gusta entrar y darle dos vueltas a la llave. Aquí estoy a salvo. Pero el humo me ha apestado la habitación, la ropa, el pelo; ¡me lo ha apestado todo! Tendré que frotar muy fuerte para que me salga de debajo de la piel toda la suciedad que me han echado encima.

Me quito la ropa y me meto en la cama. A través de la ventana me llega el murmullo de la multitud que se agita seis pisos más abajo. De vez en cuando algunas celebraciones de goles se elevan por encima de ese murmullo. Puto fútbol.

Paso algún tiempo dormido, no sé exactamente cuánto. Hasta que un puñado de muchachos pasan armando jaleo por mi pasillo; o por el pasillo de arriba, o por el pasillo de abajo, lo mismo da. Parece ser que van celebrando la victoria de su equipo, golpeando paredes y puertas con sus extremidades delanteras, articulando sonidos guturales con sus gargantas. Joder, es que me veo obligado a cuestionar a Darwin. No del modo en que lo hacen todos esos religiosos ortodoxos retrasados, sino... “el hombre viene del mono”... ¿el hombre viene del mono? ¿Sí? ¿Exactamente cuándo vino? Porque... algunos especímenes aún no han venido.

Estoy en mi cama. Mi corazón bombea sangre fría. Soy un reptil agazapado. Me quedo dormido.

30 de abril de 2009

Las palomas

A la pequeña Debbie le gustaba dar de comer a las palomas. Íbamos los dos juntos a aquella enorme plaza y comprábamos una de esas bolsitas de maíz. Las vendía una señora mayor en un viejo quiosco de chapa. Después íbamos andando, muy contentos, hasta algún lugar que nos pareciera lo bastante tranquilo. Nos gustaba sentarnos en la acera, para estar a la altura de las palomas. Yo quitaba la tira de plástico verde que cerraba la bolsita de maíz. Debbie ponía la mano, y yo le echaba un puñadito. Después echaba otro en la mía. Y lo esparcíamos por el suelo.

Entonces las palomas empezaban a venir a nosotros, desde el cielo, desde los tejados, desde todos los rincones de la plaza. En aquel momento sentías... que podías manejarlo todo... manejarlo todo y hacer que estuviera bien. Debbie me miraba y sonreía. Las palomas aleteaban a nuestro alrededor, alborotándose a cada nuevo puñadito de maíz que les echábamos.

Pero cuando más palomas habíamos logrado reunir siempre venía alguien caminando. Con paso decidido y sin pararse a mirar el suelo, ni las palomas, ni el maíz, ni a nosotros dos sentados en la acera. Como un ejército sembrando destrucción a su marcha. Las palomas huían asustadas. Todas aquellas palomas volando. Volando lejos de nosotros.

Yo echaba más maíz, tratando de hacerlas volver. Y algunas volvían. Pero pronto comprendimos que una vez que se han ido todas las palomas, ya nunca vuelven todas las palomas. De nuevo pasaba otro pelotón, con esos pasos resonando como bombas, acabando con los intentos de reconstrucción.

Yo echaba más maíz. Pero entonces el sol desaparecía y la noche caía sobre la plaza. Y ya no venían más palomas. Nosotros estábamos allí, sentados en la acera esperando. Pero ya no había nada que esperar. Nuestros últimos puñados de maíz estaban tirados por el suelo, ignorados por las palomas, pisoteados por los tacones, por los zapatos de cuero, por las deportivas.

Ella apoyaba su cabeza en mi hombro y me apretaba fuerte la mano.

La vida siempre ha sido un poco así.

21 de abril de 2009

Duerme como un capullo, pica como una avispa

Nueve y algo de la mañana, clase de Bioquímica. Yo ando con la cabeza caída encima de los apuntes, dormido, con la secreta y estúpida esperanza de empaparme así de ellos.

De pronto una mano me da dos toques en el hombro derecho. Me despierto —si es que a ese estado de desecho insomne al que el agotamiento le ataca de día se le puede llamar dormir— un poco. Maldigo entre dientes. Ignoro al estúpido resto del mundo y vuelvo a intentar sumergirme en lo mío, como siempre. Pero la estúpida mano vuelve a darme dos toques en el hombro derecho. Me levanto malhumorado y me doy la vuelta. Veo a una tía que me mira con interés.

—¿Estabas dormido?
—Claro... —estoy a punto de lanzarle rayos láser por los ojos.
—¿Y por qué no te quedas en casa entonces?
—¿Y por qué llegas tú tarde a clase —paso algunas horas dormido, hablo poco con la gente, y hay un rumor extendido sobre un supuesto autismo que padezco; pero me doy cuenta de muchas cosas— todos los putos días?

¡Bam! La dejo completamente noqueada. Me doy la vuelta y vuelvo a intentar quedarme dormido. Es difícil lograrlo. Lo consigo.

14 de abril de 2009

Una mancha de semen en las sábanas

—Yo sólo veo una puta mancha intrascendente. ¿Por qué ves mariposas o putas corriendo con consoladores en la mano?

—Es mi pene. Se inventa cosas y me las cuenta luego.

—¿Tu pene eyacula mariposas, putas corriendo con consoladores en la mano, o manchas intrascendentes?

—Bueno, un poco de todo.

—Pues yo sólo eyaculo manchas intrascendentes. No estoy tan ido de la olla como para buscar en ellas manifestaciones artísticas.

—¿Y no te has parado a pensar por casualidad que la palabra manifestación viene de mano y de fiesta? Fiesta con la mano.

—Vaya... no te voy a negar que eso tiene swing. Pero yo creo que viene de man y de infestación. Infestación de hombres; que no tienen ni puta idea acerca de la razón por la que se manifiestan.

—Es que depende de la acepción de la palabra. Tú te refieres a... a eso, a un montón de gente en la calle protestando por algo. Yo hablo de manifestaciones divinas y espirituales. Tocándote el pene te acercas a Dios.

—Sí, tío. ¡Ahí tienes razón! Masturbarse es como rezar.

—Todo está escrito, lo dice en la puta biblia. Pero esa parte la censuraron. Ya sabes... otros tiempos.

—Y... ¿cómo crees que la va a Dios con su pene?

—Dios es omnipotente. Y, aunque los teólogos estén totalmente perdidos en el tema... el significado de omnipotente en el contexto de Dios es todo lo contrario a la impotencia entendida como problemas de erección. El tío debe ser una máquina.

—¿Cuánto le puede medir a Dios entonces?

—Dios es omnipene.

—Así cualquiera crea el universo.

—Claro. El Big Bang no es más que un enorme pajote cósmico.

—Y lo del universo que se expande y se contrae sería lo de después de la paja, que se te encoge el pene. Es el momento en el que el universo se contrae.

—Correcto. Volviendo a la mancha... ¿no ves a Dios manifestándose?

5 de abril de 2009

Después del espectáculo

Ya habían pasado los famosos. Ya había pasado también su inseparable cortejo de maquilladoras, managers, publicistas, directores de marketing y demás gente encargada de que detrás de los famosos haya una manada de seguidoras histéricas. También había pasado ya la manada de seguidoras histéricas. Y las cámaras, y los periodistas, y los fotógrafos, y las presentadoras que exhiben sus escotes delante de la cámara... Todos se habían ido.

Ya habían entregado sus premios de plástico. Ya habían desaparecido aquellos gramos en el backstage. Ya habían pronunciado sus discursos y su lista de agradecimientos. Ya había algún condón usado en los lavabos. Ya estaban vacías las botellas de los camerinos. Ya había terminado todo.

Yo iba a echar mi meada de antes de dormir. Podrían ser las tres de la madrugada, no me fijé bien. Mientras estaba meando llegó a mis oídos el suave rumor de voces en la calle. Me la sacudí y me asomé a la ventana movido por la curiosidad. Entonces vi aquello.

Se trataba de una cuadrilla de mozos de carga. Eran unos diez. Casi todos tenían un acento extranjero muy simpático. Estaban allí, cargando cajas en camiones y furgonetas, mientras toda la ciudad dormía y los famosos se ponían hasta el culo en algún bar del centro. Y estaban contentos haciendo aquello. Las cajas seguro que contenían equipos de sonido y aparatos electrónicos de esos que pesan un montón. Pero ellos las hacían volar como plumas.

—¿Cuántas cajas van arriba, Gino?
—Aquí ya están todas.


Reían, hacían bromas, y se pasaban botellas de cerveza que también volaban de uno a otro como plumas. Aquellos hombres eran felices.


Yo estaba observando todo aquello desde mi quinto piso. Notando en la cara una cálida brisa nocturna. Pensando en mandar a la mierda mis gruesos fajos de apuntes e irme de ciudad en ciudad con aquellos marineros de la carretera. Pensando... “qué hermoso espectáculo”.

27 de marzo de 2009

Meando contra el viento

Todos los días llego de la facultad con un único y sencillo deseo; mear tranquilo. Subo las escaleras corriendo, casi desabrochándome los pantalones; llego a mi planta, la quinta; entro en el servicio y... ¡ahí están! Las limpiadoras. Todos los días la misma historia.

Dios mío, esto no puede ser posible. ¿Es que no hay más servicios? ¿Cómo lo hacen para estar todos los días —llegue yo a la hora que llegue— en mi puto servicio? ¡¿Cómo lo hacen?! Parece que conspiren para joderme mi minuto de desahogo.

—¿Qué? No puedes mear tranquilo si estoy aquí fregando, ¿eh?

Cuando la frustración me hace delirar las imagino esperando a que yo llegue para ponerse a limpiar. Sí, asomando la cabeza a la ventana como aves carroñeras, viéndome venir por la calle.

—Chicas, rápido; que viene, que viene. ¡A limpiar el servicio de la quinta!

Estoy seguro de que aunque llegara a las putas cinco de la tarde estarían ahí esperándome. Y eso que su turno termina a las dos y media.

Siempre están ahí.

De modo que todos los días tengo que bajar a la cuarta para poder mear tranquilo. Me siento muy tonto meando allí, en la cuarta. Sabiendo que en mi apresurado ascenso por la escalera ya había pasado por ese servicio, y había decidido pasar de largo y seguir subiendo.

¿No sería más sencillo ir directamente a mear a la cuarta? La verdad es que sí. Pero sigo con la estúpida testarudez de ir todos los días a ver con mis propios ojos cómo el mundo conspira en mi contra.

23 de marzo de 2009

Posibilidad de fe

Con el dedo índice apunté a la cruz y disparé. Tres veces. Justo después de hacer el último disparo se puso a llover.

A Dios le pone triste que no crea en él.

13 de marzo de 2009

La tarjeta-regalo y todo lo que pasó después

En estos tiempos de comida rápida —me encanta la comida rápida— y hombres con trajes y caras grises, donde cada vez nos conocemos menos unos a otros —me encanta la comida rápida—, algún cerebro con ganas de sacar dinero de las pocas ganas de pensar de otros cerebros inventó las tarjetas-regalo.

Hace unas semanas a mí me regalaron una. Ahora tenía 25 euros de plástico para gastar en lo que quisiera, siempre que fuera en Wal-Mart. Así que ahí fui.

Esta clase de sitios me ponen nervioso y aturdido. Hay mucha luz, mucho ruido, mucha gente; demasiada gente. Alguien diría que los centros comerciales representan el mundo en pequeño. Me movía alerta como un disciplinado hijo de la vieja madre Rusia. Era capitalismo todo lo que tocaba, respiraba y oía.

Me deslicé entre los pasillos de perfumes y cosméticos y llegué a las escaleras mecánicas. Subí. Bajé. Subí, bajé. Subí, bajé. Varias veces. Me encantan las escaleras mecánicas. Volvía a estar en la planta baja. Deambulé hasta la sección de juguetes. Allí me probé unos guantes verdes del increíble Hulk. ¿Que si me hacían sentir más poderoso? Mmmm... un poco. Después llegué hasta un montón de cajas donde se podía leer “Epi Risitas”. Le di al botón de “Pruébame”. Y el muñeco rio dentro de su caja. Me hizo gracia. Probé a darle a tres a la vez. Rieron sonoramente. Finalmente pulsé todos los botones que pude y dejé ahí a todos aquellos muñecos del demonio riendo diabólicamente.

Los ojos se me abrieron como platos y antes de que me diera cuenta estaba con mi nariz aplastada contra el cristal del escaparate de cámaras réflex, empañándolo con mi respiración. Por desgracia mi tarjeta-regalo no se podía permitir ninguno de aquellos juguetitos. Lástima. Con lo macho que tiene que sentirse uno con ese objetivo tan grande.

Pasé por la sección de películas. El producto estrella eran una serie de DVDs de un musical sobre unos chicos de instituto americano. Esos institutos americanos llenos de apuestos jugadores de baloncesto y apetecibles animadoras.

Pasé por la sección de música. El producto estrella eran una serie de CDs de un musical sobre unos chicos de instituto americano. Los mismos que antes. Por lo que se ve sabían montárselo bien.

Al fin fui a dar a la sección de libros. Tras dar unos cuantos pasos entre las estanterías vi cómo empezaban a rondarme unos seres siniestros vestidos de negro. Esto es así. En cualquier establecimiento. Cuando busques ayuda por parte de los dependientes éstos estarán demasiado ocupados. Pero si lo que quieres es estar tranquilo mirando cosas caerán sobre ti como buitres. Así que mientras buscaba algo digno entre tanta basura impresa y encuadernada me tenía que preocupar de hacerles quiebros a los dependientes que se movían sigilosamente hacia mí.

Una profesora muy maja de la universidad —lanza tizas contra la pizarra para explicarnos cómo funcionan algunas reacciones del cuerpo humano— me saludó. Me encontró sentado en el suelo con un libro de Graham Greene en la mano. Graham Greene, el del relato aquél —los destructores creo que se llamaba— sobre unos niños que entran en la casa de un viejo y la destrozan y queman su dinero. Le sonreí.

Al cabo de unos minutos me encontraba boquiabierto ante una pila de ejemplares de la obra maestra de Salinger. Todo muy bonito, sí, pero... ¿por qué había tantos libros? La gente podría pasar y, yo qué sé, ¡comprarlos! Sé que puede parecer contradictorio, pero aunque cuando estaba en el instituto criticase abiertamente la música de mierda que escuchaban mis compañeros, no me agradaba que la música que me gustaba a mí la escucharan ellos; y supongo que ahora tampoco. Pues con los libros igual.

Cansado de no encontrar lo que buscaba me dirigí al mostrador. Había varios tíos dispuestos a atenderme. Los ignoré y me acerqué a la única dependienta que había allí. Era una madurita con labios de actriz porno. Seguro que la chupaba bien. Seguro que a su marido no era al único al que se lo hacía. Entorné los ojos para que supiera que lo que le iba a decir era algo importante, como... “yo sé de lo que estoy hablando, ¿lo sabes tú?”.

—Mmmm... busco... a Dostoievski.

Silencio.
Pienso en una fantástica mamada.
Más silencio.

—¿Buscas... algo en especial?
—Memorias del subsuelo.
—Eeeeh... no lo tenemos. Te lo tendría que pedir.

No sé por qué no me extrañó. En el puto cruce de dos pasillos había un puto estante enorme adornado e iluminado lleno de estúpidos libros sobre vampiros medio maricones. Y se supone que yo tenía que aceptar eso. No tenían Memorias del subsuelo. Y se supone que yo tenía que aceptar también eso. Y creo que ya iba siendo la hora de una biblia hueca y una pistola. La hora del predicador.

Me resigné. Encajé el golpe y terminé comprando El Principito. Era la segunda vez que lo compraba. Mi primer ejemplar se lo dejé a mi ex novia, y nunca me lo devolvió. En realidad era una excusa para tener que ir algún día a recogerlo y que surgiera algún polvo de despedida. Pero nada, al final ni libro ni polvo, sólo la despedida.

Después de haber pasado tanto tiempo entre tanta gente, al volver a la residencia no me sentía con fuerzas para entrar en el comedor y encontrarme con más gente. Con las pocas monedas de mis bolsillos me compré un cartón de leche y unos donuts de chocolate y subí a mi apacible cuartucho a comérmelos.

27 de febrero de 2009

Los sordos llaman loco al que ven bailar

Cuando tengo música en los cascos me siento bien. Todo va bien. Estoy como dentro de una burbuja. La gente camina, el tráfico fluye, los bocinazos e insultos por cruzar semáforos en rojo quedan atenuados. Salgo de la nada y voy hacia la nada. Pero en ese momento formo parte de algo. Formo parte de ese alocado banco de peces de ciudad que nadan siendo una sola cosa. Más o menos monstruosa y deforme.

Pero por fuera la gente lo que ve no es eso. Ve a un tonto moviéndose como un tonto, cruzando sin mirar como un tonto, y a veces hablando solo como un tonto. Menos mal que nadie me vio el otro día por la ventana.

Era tarde. Yo estaba sentado delante de los apuntes, escuchando Wolfmother a todo trapo en mis cascos y tocando una batería invisible con un boli bic rojo y un fluorescente. Lo estaba viviendo. Destrozándome los tímpanos y las muñecas; marcando el ritmo. Estaba tan emocionado que no me di cuenta de que cada vez que yo golpeaba el parche imaginario, el subrayador fluorescente soltaba un poco de ese líquido radiactivo que tiene dentro. Cuando se me fue el subidón me di cuenta de que tenía un montón de puntos brillantes por todos los apuntes, como estrellitas.

15 de febrero de 2009

Anotaciones la noche del 23 de enero

[00:37] Me meto el tercer Red Bull para el cuerpo.
[01:02] 91 pulsaciones por minuto en reposo. Qué cosa más útil el fonendoscopio.
[02:24] Tengo ganas de mear, pero me da miedo ir al servicio, está muy oscuro. Observo con detenimiento la lata vacía de Red Bull.
[03:15] El camión de la basura pasa por la calle. Es la primera vez que lo veo. Es bonito.
[04:56] La cabeza me suena como el ventilador del ordenador cuando se activa.
[06:36] 58 pulsaciones por minuto en reposo. ¿A qué viene esta calma?

11 de febrero de 2009

Tan natural como las tetas de Dolly

Llevaba cincuenta y dos horas sin dormir. Al menos a mí me lo parecía. Los exámenes se habían acabado. Por fin.

Toda aquella encarnizada lucha con uñas y dientes me resultaba ahora tan lejana y difusa como lo están las noches bañadas en cerveza cuando te despierta tu padre a las once abriendo las persianas y dándote los buenos días, gritando más de lo que a ti te gustaría. Pero sólo hacía una hora desde el final de todo.

Pero antes estaba allí, y ahora estaba aquí; en la seguridad de mi cuarto. Bajé la persiana, sabiendo que estaba lejos de las garras de mi padre. Tiré la mochila. Tiré el abrigo, la camiseta y los pantalones. Y entonces ocurrió. Me desplomé sobre la cama. Lo habría hecho a cámara lenta y con los brazos abiertos, como en las películas, si la cama no fuera tan pequeña. Pero la cama es pequeña, y mi caída no fue ni elegante ni armoniosa. Plof, nada más. Siempre quedará Hollywood para los efectos especiales.

Mi cabeza reposaba sobre la almohada, que era en aquellos momentos tan blandita y acogedora como las tetas de Dolly Parton. Me fui quedando dormido mientras la oía susurrarme nanas con su voz angelical.

Y dormí. Dormí como no dormía desde hacía semanas. Dormí como cuando era un niño pequeño. Cuando desperté sudando era de madrugada. No recuerdo la hora. Traté de poner mis ideas en orden. Estaba vivo —gracias, Ernest—. Recordé la promesa, y el libro. Así que lo agarré y me puse a leérmelo.

El libro se me fue consumiendo al mismo tiempo que la madrugada, mientras me asombraban la cantidad de cosas que ese viejo y yo compartimos en nuestra desgracia. Terminé el libro. Abrí la persiana. El sol despuntaba con sus primeros rayos desde detrás de donde la ciudad termina.

Miré hacia la calle vacía y vi pasar el autobús que normalmente me llevaba a la universidad.

“El viejo soñaba con los leones.”

7 de febrero de 2009

Braindead

Señorita, mis deberes se han comido a mi perro.

22 de enero de 2009

El toro bravo y el cabrón temerario

Ahí lo tengo de nuevo, bufando a pocos metros de mí, con sus pezuñas escarbando el suelo. No sé dónde coño meterme. No hay escapatoria. No, definitivamente estoy condenado. Una muchedumbre grita y se agita en las gradas. Esperan ver el sangriento espectáculo.

Ernest, ayúdame a salir vivo de ésta y te juro que saco El viejo y el mar de debajo de la pata coja de mi cama y me lo leo.

9 de enero de 2009

La osadía del estudiante perspicaz

La mayoría de la clase miraba con asombro a los pocos osados que no nos habíamos apuntado a clases particulares.

El examen era el 21 de noviembre. Parecía muy lejos. Pero todas las mañanas, desde muy temprano, tenía que soportar aquel enjambre de avispas. Esos estudiantes aplicados hablando de sus dudas y resolviéndoselas entre ellos. Hablando en un idioma que yo desconocía. Hablando de sus clases particulares por las tardes; de las horas que estudiaban y de lo bien organizado que lo tenían todo. Yo sólo podía decir tímidamente: “yo aún no he empezado”. Y notaba como tras decir aquello las miradas se clavaban en mí. No sabía si sentirme tonto o furioso. Bueno, sí; sí lo sabía. ¡Qué coño le pasaba a toda esa gente con su estúpido alarmismo!

Todavía era octubre. Cuando llegue noviembre ya estudiaré, me decía. Y antes de que pudiera darme cuenta ahí estaba noviembre. Tres semanas. Bueno, quedan tres semanas, no nos alarmemos. Vamos a ponernos ya...

¡Dos semanas! Bueno, quedan dos semanas. Calma, calma. Vamos a ponernos ya. Aún tengo tiempo. Si empiezo esta tarde con esto, mañana me pongo con lo otro... Se me daba muy bien organizar mentalmente mi tiempo de estudio; pero nunca llegaba más lejos de eso. Y los días seguían pasando. Una semana, ¡mierda! Era hora de entonar aquella vieja cantinela: me ha cogido el toro. Menos mal que se me daba muy bien organizar mi tiempo —cada vez más reducido— de estudio.

Eran los días del desesperado. Por aquel entonces llegaron a mis oídos maravillosos rumores sobre una libreta con los apuntes claritos y los problemas resueltos. Efectivamente, existía. Era como agua caída del cielo. La fotocopiadora me trajo el milagro con su luz verde.

Ya tenía los apuntes. Los miraba y me sentía feliz. Aquella montaña rusa de emociones formaba parte de mi trastorno bipolar inducido por exámenes. Abrí los apuntes. Pasé algunas páginas. ¡Cuántos apuntes! Son demasiados. No tengo tiempo de estudiarme todo esto.

Me enteré de que para hacer la parte teórica del examen bastaba con hacer los ejercicios de verdadero/falso que venían en el libro de la asignatura; que las preguntas del examen siempre estaban sacadas de ahí. El autor del libro era nuestro profesor. Me parecía poco limpio que nos hiciese comprar su propio libro. Pero si algo sabía yo era jugar sucio. Le pedí el libro a un compañero y una vez más la fotocopiadora obró el milagro. Ni siquiera tenía que hacer los ejercicios, mi compañero ya los había hecho por mí.

¡Qué bien había sabido montármelo! El examen era al día siguiente, pero yo lo tenía todo muy bien preparado para hacer en una tarde lo que el resto de la clase había hecho en algo más de un mes. Yo tenía mi prodigioso coco y unas fantásticas fotocopias... ¡oh, no, me las he dejado en la clase!

Tras volver a la universidad a por ellas —la limpiadora me dijo que cualquier día iba a perder la cabeza— sí que lo tenía ya todo preparado. Preparado de verdad. Me esperaba una larga tarde, y una noche llena de dudas existenciales sobre mi futuro en la vida. Me va a salir mal el examen, yo no valgo para esto, para qué me metí aquí, debí haberme quedado con las ovejas de mi padre, etcétera, etcétera.

Después de un atracón de café y apuntes llegué al examen con los conocimientos más amontonados que los calzoncillos en mi maleta. Leí con inseguridad el primer ejercicio. Vaya, éste sé hacerlo. ¡Y éste! ¡Y este otro también!

Y así fue como, cuando me di cuenta, había hecho todo el examen.
Hasta hace tres semanas no supe la nota. Un 8’7. Genial.