22 de marzo de 2010

Todo el mundo quiere tener los pies secos

Estaba sentado en el váter, haciendo... bueno, ya había terminado. Para limpiarnos tenemos un rollo de papel higiénico de tamaño industrial. Cogí un pedazo de papel y me incliné hacia un lado para limpiarme. Pero entonces, al verse desplazado el peso, la taza del váter se despegó del suelo. ¡Mierda! Por poco me caigo. Al volver a sentarme bien, con el peso repartido, la taza volvió a su sitio. Y me quedé ahí, con los pantalones patéticamente arrebujados a la altura de los tobillos, tratando de entender lo que había pasado. Intenté mantener la calma. Ahora todo parecía normal. Pero yo sabía que la taza estaba despegada. Sin embargo, el agua y todo aquello seguía ahí abajo, así que supuse que lo único que se había despegado era la cerámica, que las tuberías estarían bien. Terminé de limpiarme haciendo equilibrios como pude y me levanté de allí dispuesto a olvidar aquel mal rato. Pero al tirar de la cadena, ¡sprassssh!, empezó a salir agua a presión del resquicio entre el váter y el suelo encharcándolo todo. Mientras las gotitas disparadas volaban por los aires, el agua avanzaba deslizándose por el suelo y llegó hasta mis zapatillas. Mierda, mierda, mierda. Aquello se me había ido de las manos. Salí a correr mientras terminaba de abrocharme los pantalones. Las suelas de mis zapatillas estaban mojadas, así que un rastro de huellas húmedas quedaban atrás delatando mis pasos.

Entré en mi cuarto y giré la llave. Me senté en el borde de la cama y empecé a pensar obsesivamente en el tema. No sin cierto placer, dejé que el pánico me recorriera. ¿Qué me iba a pasar? ¿Qué iban a hacer conmigo si se enteraban? ¿Debía sentirme culpable? ¿Había sido culpa mía? ¿A quién debía culpar de aquello? ¿Por qué a mí? ¿Por qué no a otro?

Así que ahí estaba ahora. En mi cuarto. En silencio. Con la puerta cerrada. Sé que debería ir a avisar a alguien, pero no sé por qué extraño motivo no quería que nadie mirara al váter y supiera que aquello lo había causado yo. La otra salida era decir que me lo había encontrado así cuando llegué. Pero como media planta estaba ausente eso cortaba mucho los pasos a mi mentira, y la opción tampoco terminaba de gustarme. Abrumado por la magnitud de la decisión me quedé en el cuarto sin hacer nada —qué inteligente, Charlie—. Escondido. Ni siquiera abrí cuando unos pasos recorrieron el pasillo llamando a todas las puertas —más tarde me enteraría de que aquello no tenía nada que ver con mi delirio paranoide—. Yo estaba seguro. No sabían mi secreto.

Al día siguiente, como todos los genios del crimen perfecto, no pude evitar volver a la escena del crimen. Me encontré la puerta precintada y un cartel redactado por las autoridades que decía, en boli azul: “No usar este servicio”.

Recordé la trágica experiencia que había vivido, mi apresurada huida por los pasillos, y la manera en que me había refugiado con éxito del asunto; y me reí así: ji ji ji ji.