22 de septiembre de 2009

Un pedacito de LSD

En algún momento de la noche me había separado de Joe y Juan. Ahora serían las seis de la madrugada de otra calurosa noche de agosto y caminaba perdido entre las luces de colores.

No era una calurosa noche de agosto cualquiera, era la feria anual en el polvoriento pueblecito de Bartow; que es de donde yo soy. La feria se celebraba en una enorme explanada de tierra a las afueras del pueblo. Miré mis zapatos y observé que estaban cubiertos de polvo. Eso siempre me ha entristecido. Y la feria de mi aburrido pueblecito a las seis de la madrugada ya es algo de por sí bastante deprimente. Casi todas las improvisadas calles entre las atracciones desiertas, los supervivientes atrapados en esas trampas de lona que son las discotecas móviles, música nefasta sonando de fondo desde varios frentes, y una bolsa de plástico que pasa levitando por mi lado, arrastrada por la brisa veraniega, junto con una minitormenta de polvo. Ahí estaba yo. El puto Cowboy Chase. Con mis zapatos polvorientos, con mi camiseta salpicada de... yo qué sé, y con un botellín de cerveza Desperados en la mano derecha.

El botellín no me lo vendieron en la feria, no tenían. Y aunque lo hubieran tenido habría que estar tonto para pagar un precio de feria por él. 2’50 por un tercio ya me parece un precio bastante alto, no iba a pagar más de eso. A las tres o por ahí, harto de beber de litros que me llegaban calientes y disipados, me entraron unas ganas horribles de beberme un botellín de Desperados. Los franceses nos han dado tres cosas buenas, a saber: el amor, el sexo oral, y una cerveza mexicana de imitación que está mejor que la auténtica; la Desperados. Fue en ese momento cuando me separé de Joe y de Juan. Les dije que quería beberme una Desperados y me dijeron que ellos se quedaban, así que fui yo solo hasta el centro del pueblo a por mi cerveza. En mi pequeño pueblecito el centro no está demasiado lejos de las afueras. Veinte minutos caminando, quizá. Cuando estuve de vuelta en la feria me puse a buscar a Joe y a Juan, pero no los encontré.

El botellín ya me lo había bebido, pero hay una cosa que he olvidado mencionar: había orinado en él no sé por qué razón. De modo que ahora estaba lleno de mi orina. El puto Charlie Chase, con un botellín de cerveza en la mano derecha lleno de una muestra de orina. Nunca se sabe cuándo vas a necesitar una muestra de orina.

Unos segundos después el destino trajo la respuesta entre el polvo. Venían caminando en dirección a mí tres tíos. Cuando se acercaron pude distinguir entre ellos a uno de mis antiguos compañeros de clase. ¿Compañero? Compañero no es la palabra que yo emplearía para la mayoría de la gente con la que he compartido clase, pero es lo que dice el diccionario. El tipo éste, desde los ocho años o antes, estuvo empeñado en superarme. ¡Y a mí me daba igual! Si su meta en la vida era sacar más nota que yo, allá él y su ambición; yo y mi pereza éramos buenos amigos ya en aquellos tiempos. Me divertía ver cómo venía a presumir cuando sacaba más nota que yo, o cómo cerraba su boca y bajaba su cabeza cuando era yo el que ganaba. Me divertía sobre todo porque a mí aquello me daba totalmente igual. Mi gordo amigo con su ambición y su competición, a la mierda. Yo me comportaba con él como una máquina de arcade de los bares; puedes ganarle la partida, perder, dar saltos, llorar, gritar, y ella sigue con su frío metálico quedándose el dinero —¿será la vida así con nosotros?—. En cuanto a las clases de gimnasia, su grasa corporal nunca pudo competir con un delgaducho ágil como yo. Le dejaba para él las pruebas de fuerza.

Pues ahí venía mi compañero de clase, ahora más alto y delgado. Con esa creencia de que el mundo le pertenecía, agarró mi botellín sin mediar palabra y bebió. Glup, glup, glup. Tres veces.

—Esta cerveza sabe a meado —gruñó él devolviéndome el botellín.
—Eh... sí, no sé... —dije sorprendido por lo bien que había salido todo sin que yo hiciera nada. ¿Era aquella cosa el karma?

Se limpió los labios llenos de mi orina con el dorso de la mano y se marchó sin despedirse. Jódete, capullo. Ésa te la debía. No recuerdo por qué pero te la debía. Mis pequeñas victorias silenciosas.

Me entraron de nuevo ganas de mear, así que me dirigí hasta las filas de aseos de plástico. Había una tía sacando condones de una máquina. Una tía de éstas que se creen que están buenas, y llevan pantalones que les quedan pequeños y les marcan mucho la grasa de la cintura.

—Eh, tú —mi reciente éxito me había envalentonado—, ¡gorda! Dime qué opinas de las teorías negacionistas del sida.

Sacó su cajita, me ignoró y se marchó. A buscar a su novio, seguro; que para mi fortuna no estaba presente cuando la llamé gorda, o me habría partido la boca. Yo no tengo mucho que dar en una pelea.

Entré en el apestoso aseo de plástico, con pollas y números de teléfonos por las paredes, y mierda marrón deslizándose hacia el agujero. Sin soltar mi botellín de cerveza meé torpemente ayudado por mi mano izquierda. Cuando salí del aseo allí estaban Joe y Juan.

Joe es un tío de dos metros de altura que es mi único amigo con todas las letras. Llegó a mi clase hace varios años y todos lo marginaban, por ser de fuera y por ser muy alto. Los niños son así; se reían de mí por ser bajito y no alto como ellos, y llegó Joe y se rieron de él por ser más alto que ellos. Desde el principio empezamos a ser buenos amigos y formamos un pintoresco dúo.

Juan es el hombre de la droga, dos años mayor que Joe y yo, hijo de inmigrantes colombianos. Todos los yonkis del pueblo se saben su número de memoria. Con Joe y conmigo siempre fue un tío legal, y además era tan... raro como yo, y eso me gustaba. Nunca encontraba gente así. Cuando estaba muy volado empezaba a contarme historias de peyote y ayahuasca.

—¿Qué haces con ese botellín en la mano? ¿Has meado en él?
—Sí... bueno... pero no ahora, es una larga historia. ¿Dónde os habíais metido?
—¿Dónde te habías metido tú?
—No sé, tíos, no sé.
—Vamos, síguenos, hemos conocidos a unos tíos simpáticos.
—Chachi. ¿Te queda algo para fumar?
—Sólo este porro que lié con lo último que quedaba de la bellota. Para todos.
—Chachi.
—No te preocupes, los tíos simpáticos son tíos simpáticos, ¿me entiendes? Ellos tendrán más.
—Chachi.

—Joe, mira mi camiseta —me señalé la mancha—, se sigue cumpliendo la ley.
—¿Qué ley?
—Aquella que dije... Cuando el líquido de un recipiente sale por los aires tiende a caer sobre mi camiseta.
—Ah, sí, esa ley... Sí, tío.
—Si mi camiseta es blanca la tendencia es aún mayor.
—¿Te crees muy listo, no, Albert Einstein? —dijo riendo mientras me daba unas amistosas palmaditas en la espalda.
—Es que siempre llego a casa empapado en alcohol que no he bebido —contesté yo, doliéndome de sus amistosos golpes en la espalda.

—¿Dónde están esos tíos simpáticos?
—Por allí, donde las caravanas. Son feriantes.
—Guay.

Llegamos a donde estaban las caravanas y, sentados en las escaleras de una de ellas, había dos hombres de unos veintinueve años. Uno negro y otro blanco. Estaban liándose un porro.

—¡Eh, tíos! Ya estáis de vuelta —exclamó el negro alegremente.
—Sí —dijo Juan. Intercambio sigiloso de billetes y droga.
—Espérate, que la voy a dejar en la caravana. Esto son provisiones para el viaje.
—¿Queréis subir a ver la caravana? —preguntó el blanco.
—Vale —respondimos Joe y yo.

Yo nunca había visto una por dentro y era muy curioso ver aquel pequeño hogar rodante. El espacio aprovechado al máximo, muy acogedora. Podría vivir allí.

—¿Es vuestra?
—No, es de nuestro jefe. Ésta era la suya hasta que se compró aquella —y nos señaló por la ventana una caravana más grande—. Tiene aire acondicionado. Esta lata de sardinas no.
—Aaah.
—¿Hacemos algo? —preguntó Juan.
—Vamos a dar una vuelta —contestó el negro.

Y nos fuimos los cinco a dar una vuelta. El negro, el blanco, Juan, Joe y yo, caminando por la feria desierta, el cielo clareando por el Este. El tipo blanco era de algún país del Este. Y el negro... bueno, era negro. Como dijo mi amigo, eran unos tíos simpáticos. El negro nos estuvo contando muchas de sus aventuras sexuales. La que más me gustó fue una en la que se folló a una rubia rica racista, pero a la que le encantó su polla negra. Se lo decía entre gemido y gemido mientras se la metía. “Yo creo que los negros tienen que estar en su país y todo eso, ¡pero méteme esa polla negra, cabrón!”, algo así me imaginaba yo que sería aquello. En fin, las luces y miserias del ser humano, animal racional atormentado.

Pasó una niña de unos catorce años con una falda muy corta. No sé qué hacía por allí a esas horas.

—¡Niñaaaaaaaa! Te voy a follar tan fuerte que te van a salir los pelos del coño —gritó el blanco, aplicando sus conocimientos del idioma y su ignorancia sobre el desarrollo de los genitales femeninos.
—Tío, que tiene la mitad de años que tú —le dijo el negro.
—Pero tíiiiio, si le cabe... ¡yo qué culpa tengo!

Unos tíos simpáticos.

—¿Sabes lo que me apetece ahora? —preguntó el negro con una sonrisa que nos dejaba ver bien sus dientes.
—A mí que me chupen la polla —contestó el blanco.
—Eleeee... eseee... ¡de! —¡qué dientes más blancos tenía!
—Habérmelo dicho antes, en mi casa tenía —apuntó Juan—. No como para venderte, pero lo suficiente para invitaros y divertirnos.
—Pues vamos a por él —dije yo, ansioso por probarlo.
—Sí... ahora vamos a ir otra vez hasta mi casa... ¡anda ya!

La casa de Juan estaba en las afueras del pueblo, pero en el extremo opuesto. El LSD se me metió en la cabeza igual que anteriormente lo hiciera la Desperados. Realmente quería probar un poco de ese LSD. Estaba dispuesto a moverme.

—Si al menos tuviéramos coche. ¿Vosotros tenéis?
—No, nosotros no. Viajamos remolcados en la caravana.
—Yo sí —añadí contento.
—¿Tú tienes coche? —se extrañó Juan.
—Bueno, no exactamente, pero puedo coger el de mi padre.

Mis padres estaban de vacaciones. Yo ya tenía edad como para no ir con ellos. Era por unos días el dueño de la casa, y mi casa estaba cerca.

—Podemos caminar hasta mi casa, cogemos el coche de mi padre y vamos a tu casa.
—¿Tú sabes conducir?
—Claro. Pero no tengo carné. Espero que no nos coja la poli.
—Vamos a por ese coche.

Poco tiempo después estábamos frente a mi casa. Entré y me golpeé con algunas cosas, tiré otras cosas, y encontré por fin las llaves del coche. Salí a la calle, lo abrí, subimos y arranqué. Como dijo mi hermano de piel negra: “eleeee... eseee... ¡de!”, allá vamos.

Metí primera, solté embrague, aceleré y el coche se caló. Volví a arrancar, metí primera, y traté de mantener el equilibrio embrague-acelerador. Salió bien y nos pusimos en marcha. Ahora sí: ¡allá vamos!

Conduje el coche por las calles del barrio hasta llegar a la carretera principal que recorría el pueblo. Era un rodeo pero, teniendo en cuenta mi estado, era mejor tomar la carretera que atravesar las calles estrechas y serpenteantes. No sé cómo, pero lograba mantener el coche en marcha y en la calzada, lo cual era todo un logro. Hasta me aventuré a meter segunda y tercera. Vi dos focos cegadores que venían por mi carril, y esto significaba que yo iba por el carril contrario. Giré el volante y volví a los cauces de la conducción no-temeraria. Las chapas del viejo coche pasaron más de dos veces a un centímetro del arañazo fatal. Pero al final llegamos todos sanos y salvos a casa de Juan.


Juan no llevaba las llaves encima, tenía que dar la vuelta y entrar por las traseras. Dijo que debía acompañarle una persona, y dada nuestra rara conexión —esto son conjeturas mías— me escogió a mí. Fuimos hasta el final de la calle, doblamos la esquina, y nos metimos por un estrecho callejón que partía en dos la manzana. A él se abrían todos los patios traseros de las casas. Al llegar al lugar adecuado Juan se detuvo y me ofreció apoyo para que saltara la pared. Una vez dentro me pidió que le abriera la puerta y entró. Su patio trasero estaba lleno de plantas de marihuana.

—Esto era lo que quería que vieras.
—¡Aaaaah, amigo!
—Tengo que tener cuidado porque mi perro se las come. El cabrón se ha vuelto adicto o algo así. El otro día se comió una planta pequeña de black widow —dijo mostrándome un tiesto con ramitas desnudas—. Ven, sígueme.

Entramos a la humilde casa atravesando una de esas cortinas formadas por muchísimas tiras verticales. Todo estaba abierto porque hacía mucho calor. Me dijo que esperara ahí, para no hacer ruido; sus padres estaban durmiendo. Él desapareció por un pasillo y me quedé solo en aquel hogar ajeno y silencioso. Escruté la oscuridad y miré lo que dejaban ver las puertas abiertas. Una porción de la encimera de la cocina con un microondas encima, un cuarto de baño cubierto de azulejos en el que se veían un lavabo y un espejo, una cama de matrimonio donde había dos personas durmiendo. ¡Sus padres! Quién era yo para violar aquella intimidad. Sólo un drogado en busca de droga. Me puse triste y empecé a sentirme incómodo allí, pero para mi alivio apareció Juan. Dijo que saliéramos al patio.

—Tío, hay un problema. Hay menos LSD del que yo creía. Sólo queda esto —me mostró un rectangulito de papel. Así que aquello era el LSD...—. ¿Qué hacemos?
—No sé, tú eres el que entiende.
—Si queremos cortarlo para todos necesito unas tijeras, pero no las encuentro. No puedo encender la luz para no molestar a mis padres.
—¿Entonces qué hacemos?
—Yo había pensado en que nos lo comiéramos sólo tú y yo. Si lo parto sólo una vez no se echa tanto a perder. A ellos les decimos que no, que no me quedaba.
—No sé... no me gustan esas cosas retorcidas.
—Sí, bueno, tienes razón, iremos allí y les explico.

Volvimos al coche. Ellos estaban fuera, sentados en la acera. Ofrecían una imagen de algún modo triste y bella. El viejo coche aparcado, los tres drogados sentados en la acera charlando, el cono de luz de una farola cayendo sobre ellos, y el resto de la calle envuelta en una penumbra azulada. No podía traicionar a aquellas personas.

—Hay un problema con el LSD —confesé.
—Sí, hay menos del que yo pensaba que iba a haber. Con esto tenemos para divertirnos un poco, pero necesitaríamos una tijera para cortarlo. ¿Alguien tiene una tijera?
—No.
—Es que si no se me va a quedar todo en los dedos al partirlo.
—¿Y qué hacemos entonces?
—No tomarlo.
—No. Ya que hemos llegado hasta aquí... ¡adelante! —me empeñé.
—Sí —me siguieron.
—Está bien, está bien —cedió Juan.

Nos sentamos bajo la luz de la farola y él partió el pedacito de LSD en cinco pedazos más pequeños con sus manos pardas. El milagro de los panes y los peces para cinco drogados en un amanecer de agosto. Metimos nuestros pedacitos en la boca, como una extraña eucaristía psicodélica. Janis, Jimi, dejadme contemplar vuestro eterno sexo celestial.

—Conozco un sitio donde están dando una fiesta, podemos ir allí. Habrá música y bebida —ofreció Juan.
—¿Pero habrá chochos? —se interesó el blanco.
—Claro, muchos chochos fáciles.
—Vamos allí entonces.
—Yo prefiero no ir —confesé. Sabía que allí no iba a estar a gusto. Nunca he estado a gusto en sitios así. Quería que mi viaje fuera algo interior y tranquilo, y que no me lo jodieran desde el exterior con música alta y bebidas alcohólicas cayendo sobre mi camiseta y mis zapatos—. Me voy a casa mejor. ¿Os quedáis aquí?
—Sí, la fiesta no está lejos.
—Entonces me despido de vosotros.

Abracé a Joe, abracé a Juan y choqué la mano a mis simpáticos amigos internacionales. Monté en el coche, arranqué y me marché a casa.

Cuando entré en mi habitación eran las ocho de la mañana. Cerré la ventana para volver a la oscuridad y puse una película esperando los efectos. Casi al final de la película, cuando los muchachos filosofan en una azotea mientras fuman marihuana —la Torre Eiffel brillando en el horizonte de bloques—, me quedé dormido. Los efectos nunca llegaron.

Cuando desperté llamé a Joe para preguntarle si él había notado algo.

—No, nada, tío. ¿Y tú?
—Yo tampoco.

El siguiente número que marqué fue el de Juan.

—Tío, ¿qué ha pasado? No he notado nada.
—Ya, tío, yo te lo dije anoche... Es que al ser el papel tan pequeño y haberlo troceado con los dedos, todo se me quedó en la piel.
—¿Tú notaste algo?
—Yo sí, porque me lamí los dedos.
—Entiendo. Bueno, ya nos vemos.
—Adiós.

Así terminó mi viaje.