11 de diciembre de 2008

Grandes momentos de la ciencia

Los chicos inteligentes de la universidad aprendieron la hibridación de orbitales. Después decidieron aplicarla a los días de la semana para dar lugar al juernes; un nuevo día de fiesta donde alcoholizarse hasta olvidar todo lo que habían aprendido.

7 de diciembre de 2008

¿Quién ha robado el porno?

Un año más los estudiantes se acomodaban a sus habitaciones de la residencia. Cada uno procuraba lo mejor posible estar como en casa. Odio a casi toda la gente de la residencia, pero tengo que decir que me encanta mi cuartucho. Tengo un viejo ordenador portátil con la pintura de las zonas donde apoyo las manos desgastada por los años de contacto y sudor. Tras instalarme en la habitación lo puse sobre la mesa, lo abrí y lo encendí.

Tenemos una red inalámbrica en toda la residencia. Esa red necesita unos códigos de acceso. Ahí empezó el primer problema; no los teníamos. El director, que era el que nos los tenía que proporcionar, no hacía más que darnos largas; y los tuentiadictos y yo perdíamos la calma progresivamente. Entonces un tío de estos de los que sabe-dios-por-qué se entienden a las mil maravillas con los ordenadores nos consiguió los códigos. Primer problema resuelto.

¿Qué fue lo primero que hice? Buscar porno fresco. Y ahí llegó el segundo problema, el verdadero problema, ése que iba a causar el fatídico flash blanco y cegador. Los burócratas hipócritas que tienen el disco duro lleno de porno habían decidido que nosotros, mayores de edad, no debíamos ver porno. Y por eso una y otra vez mis demandas de porno eran rechazadas con aquella lapidaria serie de palabras:

Access denied. Content filter: Pornography


Me sentía como algún personaje salido de las manos de Kafka. Aquel pantallazo era una puñalada en el alma; y sobre todo una patada en los huevos. Bien —me dije visiblemente desesperado—, no nos desesperemos, puede que esto tenga solución, vamos a... mmmm, no sé, revisar el correo.

Después de aburrirme rápidamente del internet no pornográfico me masturbé con el porno de mi disco duro, notando ese regustillo amargo de saber que aquello no podía durar eternamente. El porno de mi disco duro —aunque abundante— es limitado.

Tras algo más de dos semanas mi porno estaba ya totalmente usado y desfasado. Como esas tristes revistas que hay en las salas de espera de las clínicas dentales. Ya no podía ignorarlo más, el problema estaba delante de mis ojos; en los cereales del desayuno, en los culos del autobús, en las miradas de mis compañeras de clase, en las cervezas de las camareras, en las putas de las calles y en mi cuarto solitario.

—Sí, creo que este viernes iremos al cine.
—¿Qué has dicho? ¿Has dicho porno? Necesito porno. Porno, porno, porno.

Necesitaba porno fresco. Los vídeos del disco duro me los sabía ya de memoria. Nadie era capaz de darme una solución. En la residencia casi todos se mostraban demasiado recatados para admitir que ellos también necesitaban porno. Yo, mientras tanto, iba perdiendo la cabeza.


El otro día estaba tan desesperado que cogí el Atlas de Anatomía y me puse a ver vaginas. ¿Cuánto tiempo podré aguantar así? La violación cada vez me parece una opción menos disparatada, y mis ganas de matar van en aumento.

¿Tienes un remedio contra las redes inalámbricas con el porno restringido? Porque eso sería maravilloso.

25 de noviembre de 2008

Casino madness

Media hora más tarde estábamos entrando en el vestíbulo del casino. Me quedé mirando a la recepcionista, pero en ningún momento aprecié rasgos de murena en su cara. Cambiamos cinco euros cada uno y nos fuimos a la ruleta. Estaban todas las plazas ocupadas. No se podía jugar hasta que no se fuera alguien. Todos nuestros deseos se concentraban en que alguno se arruinara y se fuera.

La fauna que te encuentras en los casinos a las dos de la madrugada es muy variada, pero casi siempre sigue unos patrones comunes. Por un lado están los inmigrantes. En otras ocasiones fueron portugueses, en otras rumanos; hoy eran chinos. Nunca ganan nada. Por otra parte están los grupos de tíos o tías de 25 a 40 años. Suelen llegar allí para terminar su alocada noche de fiesta de un modo exótico. Salen desplumados, pero como van muy borrachos no se enteran de nada y se van muy felices. También están a las mujeronas que van allí a fundirse el sueldo de sus maridos banqueros; se pueden permitir apostar tanto dinero que incluso ganan. Y nunca falta el tipo entendido, que se caracteriza por tener aspecto de saber qué va a salir. Algo que contribuye a esto es que tiene un lápiz entre sus dedos y un folio al lado, y va apuntando números y garabatos. Fuera de todos los patrones estábamos nosotros.

Mientras esperábamos Bob intentó seducir a una madurita bastante atractiva. He de decir que el tío es una máquina para esto. Sabe tratarlas mal, y parece que les gusta mucho. Yo nunca entiendo muy bien qué hace ni cómo lo hace. Me limito a observar sus sucios pero efectivos métodos. Sin embargo esta vez falló. La parte que oí del diálogo fue el final brusco de los intentos de establecer contacto de mi amigo.

—Pero... ¿qué pasa? ¿Por qué hablas tan poco?
—Estaría encantada de hablar contigo, cariño, pero aquí no; estamos en un lugar público.
—¿Y qué pasa?
—Que mi marido es un magnate de la coca, tiene ojos en todas partes y es un tipo celoso.

Seguro que en la barra servían café, pero a mí ya no me importaba. Estaba en modo casino, es decir, mi objetivo era ganar pasta. Y el café que pidiera sería un agujero por el que mi dinero caería en manos del casino. Tal como sospechaba, el juego, las luces y el dinero habían logrado absorberme. Mirábamos las jugadas de los demás esperando su ruina. A ratos echábamos una ojeada al partido de rugby que se emitía en una pantalla plana muy bonita. Los de azul ganaban a los de blanco.

Un tipo se quedó a cero. Nos dimos cuenta. Lo miramos. Él seguía con la vista fija en los créditos, y tenía un tic nervioso muy raro en la mandíbula. Se puso a aporrear las teclas como un loco. Las jugadas pasaban. Él seguía a cero. Y no se iba el muy cabrón. Cuando logramos superar el temor inicial e íbamos a decirle algo llegó un colega suyo con cinco euros más. Y siguieron apostando. A esas alturas ya estábamos hasta las pelotas. Pero aún tenían que llegarnos más palos.

Uno de los chinos se arruinó y se fue, y justo cuando por fin íbamos a sentarnos apareció de las sombras una puta bruja escupiendo babas e insultos por la boca. Y ésa sí era la mujer murena. Gritaba que estaba allí antes que nosotros, que llevaba una hora esperando y que el asiento era de ella. Mentira, una hora llevábamos nosotros, y no la habíamos visto hasta entonces. En el momento en que el debate moral que se llevaba a cabo en mi interior —sobre si está bien o no zurrarle a una señora mayor— estaba llegando a su fin —con trágicos presagios—, se levantó un señor a tratar de calmar los ánimos. Nos dijo que nos comprendía, pero que con esa clase de señoras no se puede razonar. Que era mejor que lo dejáramos correr.

El tío era muy majo. Nos quedamos a su lado viéndole jugar. Era bastante mayor y seguro que estaba forrado, pero era muy simpático y muy gracioso. Tenía algunas pinceladas de Hugh Hefner. Llevaba ganados 150 euros. Y seguía ahí apostando seis euros en cada tirada; poniendo fichas en lo que a mí, en mi igonarancia, sólo me parecían números al azar. Le pregunté que si entendía de eso.

—¿Pero para esto hay que entender algo? ¡Qué va! No hay que entender nada. Es sólo suerte.

Por fin conseguimos jugar cuando otros dos chinos se levantaron, probablemente sin un duro. Los números eran demasiado para mí. Casi siempre he apostado por color. No me iba mal, ya había ganado siete euros. Pero la suerte es una zorra, y lo perdí casi todo. Ahora trataba de recuperar mis cinco euros iniciales. Empecé a apostar a la vez a color y a mitad mayor o menor. Así era menos probable que ganara, pero también menos probable que perdiera.

El reloj en el casino gira tan rápido como la ruleta. Cuando nos quisimos dar cuenta eran las seis, y había un gorila con corbata rogando que nos fuéramos marchando, que era la hora de cerrar. Bob había ganado catorce pavos. Yo sólo dos.


Al salir creía que ya estaba amaneciendo. Pero no, eran sólo unas luces azuladas que había a la entrada del casino. Seguía siendo de noche.

23 de noviembre de 2008

Cafeína madness

Ya había sufrido en mi sistema nervioso el efecto psicoactivo de aquel horrible cocktail de cafeína y endorfinas. Y quería más.

A las siete de la tarde era de noche, y yo estaba en la calle con un vaso de plástico lleno de café solo; recién salido de la máquina. Había quedado con Bob, que llegó poco después de que me terminara el vaso. Le saludé amablemente. Me dijo que me apestaba la boca a café. Le conté mi depravado plan, a lo que respondió que no pensaba llevarme al hospital cuando me diera una taquicardia.

Todo perfecto entonces. Da gusto encontrarte con gente así. No soporto a los que se creen con autoridad para educarme.

Dimos comienzo a una ruta de bar en bar, degustando el café que cada uno me ofrecía. Mientras tanto Bob me miraba atónito; o soltaba una carcajada cuando metía el dedo en los sobrecitos de azúcar y después me lo llevaba a la boca. Lo que fuera que tenía que llegar ya estaba llegando.

Me temblaban las manos. Notaba el corazón acelerado. Me sentía con fuerzas para dar un golpe sobre una mesa y partirla en dos. Incluso sentía la polla más larga. O quizá fue me empalmé mirando a la novia de un tío que se había parado a hablar con Bob. Estaba buenísima. Escuchaba a su coño hablarme —¿estaba diciendo “fuck me, fuck me”?—. Tal vez no era más que una alucinación del café. En mi cabeza estaba James Brown interpretando su I feel good. Esbocé una sonrisa de enfermo mental.

Y cuando estaba en lo mejor de todo algo ocurrió —para bien de mi corazón, y para frustración de mis tendencias autodestructivas—. Los putos bares ya no servían café. Fui de un lado a otro, volví sobre mis pasos, y nada. Que si ya habían desconectado las máquinas, que si ya las habían limpiado, que si ya no les iba a hacer poner todo en marcha de nuevo para un solo café, que si nadie —en su sano juicio— se pedía un café a esas horas, que si pollas en vinagre.

Deambulé en busca de cafeína hasta que acabé en un taburete del New Yorker. Dejé caer mi pecho, mis brazos y mi cabeza sobre la barra, agonizando por un café. Menuda puta mierda. ¿Dónde están las drogas cuando uno las necesita? Encajé la derrota y me pedí una cerveza. Después otra. Después otra. La sensación de gatillazo, el bajón de la cafeína y la entrada en escena del alcohol me dejaron hecho mierda. Las doce horas de sueño pendientes que estaba ignorando aparecieron de pronto reclamando su lugar y adueñándose de mí.

Entonces la música, como otras tantas veces, trajo la solución. Llegaron hasta mis oídos los alegres acordes de Viva Las Vegas. ¿Era el casino la solución que necesitaba? Luces brillantes, sonidos, colores, estímulos... Podría valer. Además, en aquellos momentos encontraba un parecido asombroso entre las palabras cafeína y casino. Se lo dije a Bob, que empezó a preocuparse y a mirarme raro.

17 de noviembre de 2008

Periódicos y puros

Por mucho que leí sobre lo que esos señores trajeados con sus sonrisas y apretones de manos estuvieron haciendo en Washington, no pude llegar a una conclusión más sabia que la siguiente:

“La declaración final de la Cumbre del G-20 no dice absolutamente nada.”
Fidel Castro

13 de noviembre de 2008

Un elefante se balanceaba

—Cinco.
—Pues yo he contado por lo menos seis o siete, eh.

Me acerco.

—¿Habláis del número de maricones en clase?
—Sí —me responden al unísono
.

10 de noviembre de 2008

Día sin prácticas

Estaba feliz. Eran las 11 y ya estaba montado en el autobús de vuelta a mi cuartucho. El mundo puede llegar a ser un lugar maravilloso para un cabrón como yo. Un rato antes estábamos mareando a una profesora que no tenía reloj. Tras aplaudirle para hacerle creer que la clase había acabado —al menos cinco veces— conseguimos salir a las menos diez.

Todo iba como la seda hasta que me asaltó la paranoia. ¿Tengo yo prácticas esta tarde? La semana pasada creo que tuve, así que una semana después me tocaría de nuevo, ¿no? ¿Por qué no le he preguntado a nadie? ¿A quién llamo ahora para preguntar? No tengo el número de nadie. ¿Debí haber pasado más tiempo tratando de relacionarme? ¿En qué estuve empleando el tiempo mientras los gilipollas conocían a más gilipollas? Espera; hay una chica de mi residencia que es del otro grupo, con lo cual, si ella tiene prácticas hoy, yo no tengo. La buscaré y le preguntaré. Charlie, eres un genio.

A la hora de la comida la vi salir del comedor. Cuando terminé fui a buscarla. Llamé a la puerta de su habitación. Varias veces. Nada. Bajé las escaleras. Fui a la biblioteca. Al comedor otra vez. A varios baños de chicas. Y nada. La busqué y no apareció. ¿Dónde coño se mete la gente en esta residencia cuando no están comiendo? Desistí y me tumbé sobre la cama deshecha. Como el plan se me había ido a la mierda tendría que hacer otra cosa. Cogería el autobús de todos modos, como si tuviera prácticas, iría hasta la universidad, y una vez allí miraría si tenía o no prácticas. Si quieres hacerlo bien, hazlo tú mismo.

Estaba roncando a pierna suelta y con un charco de babas sobre la almohada cuando sonó la alarma. Me cago en la puta. Iba justísimo de tiempo. Me limpié la saliva de la boca con la mano, agarré la mochila y salí echando leches hacia la parada. El 88 llegó, subí y me fui directo al asiento de atrás, como siempre.

Dos paradas después la chica que había estado buscando se subió al autobús. Sabría dios de dónde venía.

—¿Tú tienes prácticas?
—Sí.
—Pues entonces yo no. Adiós.

Y me bajé del autobús dejando detrás varias caras de asombro y a la chica aquella con una confusión tremenda. A mí no me importaba. Eran las cuatro y media y no tenía prácticas. Tenía toda una tarde para aprovechar.

Unos minutos más tarde volví a entrar en la habitación, volví a dejar la mochila por ahí, bajé la persiana y me metí en la cama. Joder, qué bien. Cómo me gustan los días en que no tengo prácticas por la tarde.

7 de noviembre de 2008

Atraco al banco

Venía de vuelta a la residencia tras haber salido de la última clase. Estaba ya a sólo dos manzanas. Iba haciendo girar entre mis dedos la moneda de cincuenta céntimos que había cogido por la mañana. En el camino paso por un quiosco, y cuando salgo temprano me gusta comprar algunas golosinas para matar el mono de polvo blanco. Mientras el señor del quiosco me las sirve me entretengo mirando las portadas de las revistas pseudoporno que están por ahí colgadas, en la esquina más lejana. Es lo más provechoso que puede uno hacer. Comprarlas es una estafa casi siempre; hay poco más de lo que viene en la portada. Con las tías es igual.

De pronto veo algo que se interpone en mi camino por la acera hasta el quiosco. Es un cordón policial. Uno de los de verdad, de los de las películas. Muchas cosas pasan rápidamente por mi cabeza. ¿Ha quedado el quiosco fuera de mi alcance? ¿Cuánto tiempo podré aguantar sin cometer actos violentos en ausencia de azúcar? ¿Cómo voy a llegar hasta las golosinas? ¿Tengo yo fuerza para desarmar a un madero? Las numerosas lucecitas brillantes que había allí me sacaron de mi estupor politoxicómano. Coches de policía, coches de bomberos, una ambulancia, el cordón policial. El cordón no rodeaba al quiosco —puedo llegar al quiosco, pulsaciones estabilizándose—. El cordón estaba alrededor de un banco. ¡Un atraco! Uno de los de verdad, de los de las películas. Examiné a dos o tres personas. Estaban mirando hacia arriba. ¿Un suicidio? En la acera no había sangre. Aún no se había tirado. Bah. Además de que en la cornisa del edificio yo no distinguía a nadie —que posiblemente asfixiado por su hipoteca venía a terminar con su vida en el mismo lugar donde había firmado su sentencia de muerte— el atraco me seguía pareciendo la hipótesis más emocionante.

Decidí preguntarle al madero más cercano.

—¿Qué ha pasado?
—Se han caído unas piedras de la fachada.

Después de recibir la decepcionante respuesta, rodear el cordón policial y comprar las golosinas volví a tomar mi camino. Vi venir de frente a una chica que me saludaba. ¿La conocía? Sí, la conocía. Al menos su cara me sonaba ¿De qué? ¿Cómo coño se llamaba? Ella me saludó. Yo intenté hacer lo mismo; dejando un incómodo hueco donde iría su nombre.

—¿Qué ha pasado ahí?
—Nada, han atracado el banco.

Y me puse a andar a buen paso, sin mirar atrás; viéndome incapaz de sostener una absurda conversación sobre el clima, como es normal en estos casos, sin saber el nombre de la tía.

6 de noviembre de 2008

No contaban con mi astucia

A los muchachos les gusta estar de fiesta por la noche. En principio no tengo ningún problema. Me aburren a horrores sus fiestas. Pero cada uno a lo suyo y todos felices.

El problema es cuando se vienen a mi planta a armar escándalo. No sé, me molesta. Se supone que soy un buen estudiante y todo eso; y tengo sueño por la noche. Estaba metido en la cama con el edredón subido hasta las orejas. Cuando duermo soy una especie de larva. Los oía en el pasillo hablando, gritando, pegándose, rebuznando y esas actividades que suelen hacer los chicos. Yo maldecía en susurros, como hacen los dementes. A mí que no me jodan.

Ellos se metieron en una habitación a seguir con su fiesta. Entonces yo sigiloso y más listo que un zorro salí y les apagué la luz del pasillo. Cuando salieran no iban a ver nada.

¡Qué listo soy!

Me volví a meter en la cama mientras pensaba:
“Ya, ya verán los murciélagos los pobres cabrones.”

5 de noviembre de 2008

Tiempo de cambio

Ahora ya tengo dinero.

Llevaba un billete de diez euros y me acerqué a una máquina expendedora para sacar algo de comer. Pero una vez más mis intentos de llevarme algo a la boca se vieron frustrados. La máquina expendedora no aceptaba billetes. Pasmado miraba todos esos aperitivos tras el cristal, mientras sostenía entre mis dedos aquel trozo de papel impreso totalmente inservible en ese momento.

2 de noviembre de 2008

De cómo sobreviví una semana con ochenta céntimos

—Amigo, la cosa está jodida.

La crisis económica salía de los periódicos para abofetearme fuerte en la cara. Le di la vuelta a mis bolsillos y, aparte de algunas pelusas, sólo cayeron 10'80 euros. Un billete de 5, una moneda de 2, tres de 1, una de 50 céntimos, otra de 20 y otra de 10. No hay más. Por mucho que lo sumes de distintas maneras las putas matemáticas están ahí con sus propiedades para joderte. Y siempre suma lo mismo.

La semana no hacía más que empezar, y yo tenía que aguantar así hasta el sábado. Iba a estar muy jodido, pero si sabía ayunar y buscar en la basura podía conseguir salir de esa situación con mi culo sano y salvo. Ahí es donde los grandes sobresalen. Cuando el camino se pone duro, los duros hacen camino; recordé.

Desempolvé la calculadora. ¿Cómo había llegado yo ahí? Unas horas atrás todo pintaba bien. Pero tuve que ir a la librería a comprar algunos libros que necesitaba. Cuando salí de ahí ya había volado mi dinero. Creo que habría corrido mejor suerte paseando con mis billetes en la mano por cualquier barrio chungo. ¿Qué se me venía encima? A lo que me quedaba aún le tenía que restar cinco euros que debía, y otros cinco euros para recargar mi bonobús, que estaba en las últimas. Las cuentas arrojaban la áspera verdad; me quedaban ochenta céntimos. ¿Qué gastos tenía que afrontar? La residencia ya había recibido mi mensualidad del mes de octubre, lo que me proporcionaba comida y techo. El milagro era posible. Sólo había que vivir de la caridad de la residencia. Por supuesto, cualquier lujo, por mínimo que fuera, quedaba fuera de mi alcance.

El martes llegaba con 2 grados en los termómetros mientras yo me amoldaba como podía a mi escuálida rutina; de la residencia a la universidad, de la universidad a la residencia. Nada más. Uno no lo aprecia cuando tiene dinero, pero gastar dinero proporciona felicidad y entretenimiento. Ahora todo eso pasaba por delante de mí sin que pudiera tocarlo. La ciudad ofrece un abanico infinito de posibilidades, sí, pero casi todas implican gastar dinero. Me moría de hambre mirando el reloj hasta que llegaba la hora de comer. A veces dormir era una buena iniciativa para combatir el hambre. Por otra parte la comida me sabía mejor que nunca. No importaba de lo que se tratara. Yo lo devoraba como si fuera una delicia. Y os aseguro que la comida en la residencia no suele ser una delicia.

Los días pasaban lentos. El equilibrio en el trapecio era débil, pero seguía siendo equilibrio y no caída. El jueves todo cambió. A peor, claro. Yo salía a las dos, y tenía que entrar de nuevo a las cuatro. Podía comer allí, pero costaba dinero. Tenía que volver a la residencia a suplicar por un plato lleno. El día estaba lluvioso, y los autobuses pasarían llenísimos de gente y no pararían. Sólo me quedaban mis piernas. Salí a correr. Corrí todo lo rápido que podía. Corrí hasta que los músculos me ardían y mis venas bombeaban ácido de batería. Empezó a llover. Joder, ¿tuvo que pasar Chéjov por esto? Corrí más rápido. Empezó a llover más fuerte. A partir de ahí todo lo que recuerdo son imágenes borrosas.

Cuatro kilómetros después llegué a la residencia empapado y calado hasta los huesos. Pero no me importaba, yo sólo quería mi plato de comida caliente; comérmelo rápido, cambiarme de ropa rápido y volver a clase rápido. Parece que era mucho pedir. Ese día se celebraba una especie de barbacoa, así que la comida había sido sustituída por eso. Lo único que había para comer era carne. Y había que hacer una larga cola. Aquello no era para mí. Y definitivamente ése no era mi día.

Subí al cuarto, me quité la ropa y la tendí por donde pude. Mis calcetines goteaban sobre la papelera. Por suerte en el ropero había ropa seca y unas barritas energéticas caducadas. Aquello cubrió mis necesidades provisionalmente. A las cuatro, en el camino entre la parada de autobús y la facultad me volvió a llover encima. Para poder soportar la clase sin consumirme por dentro gasté 30 céntimos en una barrita de chocolate. Eso dejaba mi bolsillo con 50 céntimos. Por la noche me dormí con los mocos goteando y sabiendo que ya casi había llegado al final.

Sin embargo, con frecuencia el final es lo más difícil. La última prueba consistía en salir el viernes por la noche con cincuenta céntimos. De modo que me abrigué todo lo que pude y salí a conquistar el polo norte. Iba de sitio en sitio, oyendo a la gente masticar. Ese ruido se metía en mis oídos y me carcomía la salud mental. Tampoco podía emborracharme para olvidarme del hambre, costaba dinero. Hacía un frío del carajo. El vapor se materializaba al salir por mi boca. Yo creía que era la vida que se me escapaba por momentos. A cierta hora perdida de la noche decidí declararme ganador. Paré en una tienda que estaba abierta y me gasté mis últimos cincuenta céntimos en unas chucherías. Me las comí de vuelta a la residencia.

Eran las doce y pico, era sábado. Había una rata muerta cerca de la puerta de mi habitación. No me importaba demasiado. Yo ya había salido del vertedero.

30 de octubre de 2008

El asiento vacío

En las clases prácticas de cierta asignatura optativa pasan lista todos los días para controlar la asistencia. Van diciendo nuestros nombres y cada uno de los que estamos allí se hace notar como bien sabe. Entonces, cuando la lista está llegando al final, hay un nombre que nunca tiene respuesta. La profesora pregunta, y alguien responde:

—Es el señor ese mayor, el celador. Dijo que no tenía tiempo para venir a esto también, que no podía con todo.

Y todos los días lo nombran. Y todos los días la misma historia. Me entristece muchísimo. Jo, ¿por qué no pueden dejar de preguntar por él?

Me lo imagino en el hospital, viendo cómo esos profesionales prepotentes lo miran por encima del hombro. Me lo imagino haciendo acopio de fuerzas y matriculándose en la carrera para darles a todos esos cabrones en las narices. Me lo imagino trepando hacia lo alto, nadando a contracorriente, con todos esos estudiantes que se creen más que él empujándole en sentido contrario; empujándole a des
echar sus ilusiones y a volver abajo. Me lo imagino llegando del trabajo cansado, y tratando de sacar tiempo para echarle un ojo a sus apuntes y libros.

Probablemente sea el que más se merece ser médico de todos los estúpidos que estamos ahí metidos.

28 de octubre de 2008

¿Necesita mi psicólogo un psicólogo?

Hay personas que se comen los plátanos con un cuchillo. Cortan trocitos pequeños y se los llevan a la boca, con delicadeza, de uno en uno.

¿Qué puto problema tienen con los plátanos?

27 de octubre de 2008

Silencio, resaca y suciedad en el New Yorker

Ayer a las cuatro llegué a la puerta del New Yorker; estaba cerrada. Miré alrededor y encontré al dueño sentado en unos escalones, abatido y con las manos en la cabeza.

—¿No vas a abrir?
—Lo he intentado; pero he mirado un poco dentro y lo que he visto me ha echado para atrás. Así que estoy aquí sentado a ver si se me pasa un poco la resaca.
—Pues yo venía en busca de algo para calmar al estómago.
—Bueno, dame un segundo y te abro.

Estaba en silencio y a oscuras. Sólo se oía el ruido de la nevera, totalmente nuevo para mis oídos. Entonces las luces fluorescentes se encendieron a tirones, con desgana, iluminando un panorama desolador. Vasos medio llenos y vasos medio vacíos por todas partes. Algunos cocktails se habían cortado, dando lugar a la aparición de cosas desagradables flotando en ellos. Las sillas estaban en lugares inverosímiles, volcadas o de pie. Los charcos de alcohol de la noche anterior aparecían ahora resecos y pegajosos. En realidad todo estaba pegajoso, era una película que lo cubría todo. El alcohol se bebe, después se filtra por los poros y acaba impregnándolo todo; es el ciclo del alcohol. Cada paso en ese suelo era una odisea. Había que hacer un gran esfuerzo para conseguir despegar las suelas. Creo que necesitaba unos zapatos de golf.

Me senté en el taburete y pedí lo de todos los domingos (desde hace dos domingos). Mientras pasaba por mi mente la posibilidad de atizarle un buen palo a Mr Resaca y robar la caja me llegó mi batido de chocolate; con nata, sirope y dos pajitas. Rápidamente deseché aquella idea para ponerme a pensar tonterías sobre la soledad y las dos pajitas. Mientras tanto Frank se agarraba como podía al palo de la escoba y trataba de barrer. Si era difícil andar os podéis imaginar lo divertido que era barrer.

Sorbí mi batido hasta que empezó a hacer ese ruido tan molesto que hace cuando ya no queda casi nada en el fondo del vaso. Si eres tú mismo el que lo hace no es nada molesto; se transforma en uno de los pequeños placeres de la vida.

—Bueno, te dejo aquí con esto, que veo que tienes lío.
—Espera, que yo también me voy; ya limpiaré mañana. Definitivamente hoy me tenía que haber quedado en la cama.

Cogió un folio y garabateó algo. Cuando salimos cerró y lo pegó en la puerta.


Cerrado por descanso del personal.
Disculpen las molestias.

Firmado: la dirección.

26 de octubre de 2008

Nombrando cosas

En la ciudad “Las Vaguadas” es un barrio de ricos.
En mi pueblo “La Vaguada” era el nombre de un club de putas.

20 de octubre de 2008

La XVII Jornada Médico Universitaria sobre las Úlceras por Presión en Diabéticos es decadente y depravada

Todo empezó con la promesa de un crédito.

En los pocos días que llevaba en la universidad ya había aprendido que el funcionamiento de aquello consistía básicamente en conseguir créditos. Conseguir créditos y pasar de curso. Como conseguir monedas y pasar de pantalla; y algunas setas de por medio. Como en un videjuego.

Yo estaba tranquilamente con mi culo posado en algún sitio. Pasivo. Mirando. Oyendo. Pero sin intervenir en nada. De pronto alguien dice nosequé sobre nosecuanto, y que si vas te dan un crédito. Bla bla bla bla bla, crédito. Eso fue suficiente para sacarme de mi burbuja por unos segundos y obligarme a preguntar.

Se trataba de unas conferencias que iban a dar el día 17. Por aquel entonces los chicos de la calle eran agresivos y estúpidos, y el día 17 sonaba lejano. Así que cogí un formulario, rellené algunos datos sencillos, y ya estaba metido en esa mierda. De pronto el día 17 había llegado, y los chicos de la calle seguían siendo agresivos y estúpidos.

Aquel día se celebraba San Lucas, mi nuevo santo de devoción desde que había entrado en la universidad, puesto que era el patrón de mi facultad. Aquel hombrecillo nos había brindado un día sin clases con su loable labor. No sé qué hizo, pero seguro que fue loable. El Vaticano S.A. no regala un cargo así como así. Sólo a enchufados, como el hijo del Jefe.

Me había despertado tarde, y prácticamente salté de la cama al autobús de las 15:50 hacía el campus. Allí coincidí con más estudiantes que también iban a por el crédito.

Lleguamos a la Facultad de Medicina. La conferencia se iba a celebrar en el salón de actos, edificio principal, primera planta. Pasé por una mesa a por mi acreditación. Gracias al impreso aquél que rellené se habían currado una tarjetita plastificada, donde venían mi nombre y apellidos con un don delante. Me la colgué del cuello sintiéndome importante y me dirigí en busca de la aventura.

A medida que fui subiendo apareció sobre el horizonte del último escalón un bosquecito de stands por los que había que pasar inevitablemente antes de entrar al salón de actos. Se trataba de una representación puntera de la industria farmacéutica. Creo que a los tipos estudiosos que habían acudido al evento les interesaba lo que decían allí. Al estudiante de a pie sólo le interesaba de aquella jornada el crédito que estaba en el aire, y los numerosos objetos de propaganda que el abultado capital de las empresas nos ofrecía. Una conocida marca de compresas se encargó de proporcionarme una bolsa, que fui llenando en mi peregrinaje a través de los stands. Grapadoras, paquetes de post-it's, caramelos, carpetas, libretas, más caramelos, bolígrafos, colgantes-llaveros... Ah, para terminar volví a pasar por la cestita de los caramelos. Yo los cogía en puñados de diez, al contrario que la gente educada.

La mayoría de los estudiantes tenían un modo sencillo de conseguir el crédito, que era firmar un folio donde se controlaba la asistencia; después huían. La firma les situaba virtualmente dentro de la sala escuchando la conferencia, mientras ellos realmente se iban por ahí a estudiar, o lo que demonios hagan los universitarios de hoy en día. Pero yo, por curiosidad más que nada, entré allí con mi bolsa llena de regalos y caramelos.

Una vez dentro se puso en marcha la cosa ésa, con un discurso del señor que manda en la facultad, lleno de agradecimientos a todo el mundo. A su izquierda estaba sentado un tío que era clavadito a Robin Williams. Este hecho no hizo más que acrecentar mi delirio de creerme Will Hunting, junto con el parecido de mi profesor de Bioestadística al que hace de profesor de mates en la peli; después de todo no era culpa mía. Mientras yo andaba en estas cavilaciones el otro tío seguía agradeciendo. De pronto cambió el matiz de su discurso para pasar a hacer de comentarista deportivo que nos hablaba de la salida al campo de la estrella del equipo. Entonces subió a presentar su conferencia sobre úlceras en pies diabéticos un reputado médico que venía de Las Islas. Nos mostró un montón de fotos y vídeos que no tenían nada que envidiarle al más depravado film de serie B. Heridas supurantes, agujeros que dejaban al descubierto el hueso, pus, tejido muerto, incisiones de bisturís, sangre, etc. De vez en cuando agitaba su tupida melena, o se pasaba la mano por encima para echársela hacia atrás. Jo, qué melena.

Tenía planeado oír sólo la primera intervención y salir después, pero me había gustado tanto que decidí quedarme. ¡Y menuda estafa! En las otras no hubo sangre ni vísceras, ni incisiones de ningún tipo. Sólo gráficos, estadísticas y más gráficos. Yo ya había empezado a meter la mano en la bolsa en busca de caramelos hacía rato. Los abría tratando de ser todo lo discreto que podía, pero siempre producían un estruendo horroroso dentro del silencio del auditorio. Así me fui comiendo un caramelo, y otro, y otro, y otro. Todos tenían el mismo envoltorio promocional, así que el sabor que te ibas a meter en la boca era una incógnita. Aquello tenía cierta diversión.

Para cuando aquella aburrida conferencia quiso terminar yo ya me había comido todos los caramelos de la bolsa; y ya había decidido que para la jornada del sábado haría lo mismo que todo el mundo, firmar e irme. Parecía fácil. Sólo había que estar allí para firmar. Pero no; no lo era.


Tras un viernes de alcohol, Hip Hop de los 80, y demás sustancias que alteran el sistema nervioso, di con mis huesos en el colchón a las 6 de la noche. O de la mañana, según se mire.

Despertarse tres horas más tarde para ir a firmar a la facultad fue imposible. Y así me encontré el sábado por la mañana; resacoso, derrotado, y con el sol de las doce dándome en la cara.

Al final de toda la historia, con más o menos experiencia, algunos golpes dados, y otros muchos recibidos, seguía igual que al principio.

19 de octubre de 2008

La universidad es un circo

El primer día de universidad entraron los veteranos y nos pintaron la cara con ceras de colores.
Después, en la hora de Anatomía, el profesor se vio sorprendido dando clase para un montón de payasos.

2 de octubre de 2008

Hay un extraño en la 515

El lunes pasado llegué a la residencia de estudiantes donde me voy a alojar, como mínimo, durante los próximos nueve meses. En recepción me dieron la llave de mi habitación.

—¡Qué suerte! La 515, un número capicúa. Mira, así te acuerdas bien de dónde es.

Es el típico comentario absurdo que te suelta una recepcionista que tiene que entregar ochenta y tantas llaves; al menos con la mía tenía algo más o menos ingenioso que decir. Por otra parte la mujer tenía razón. No por lo de que se me vaya a olvidar cuál es mi habitación —que no digo yo que no pueda pasar— sino porque la habitación era cojonuda. Era todo lo que yo había querido siempre. Tenía dos armarios, una cama, dos mesas, dos estanterías, un corcho y una ventana desde la que podía ver un mar de edificios en el que sobresalían algunas grúas. Esos pocos metros cuadrados eran ahora mi hogar, mi propio cuartucho. Donde podría dar rienda suelta a mi inadaptación social.

Cuando entré estaba asquerosamente impoluto y vacío, y con esas paredes blancas y desnudas, sin ninguna mísera mancha de humedad. Demasiado frío. Abrí las cerraduras que milagrosamente sujetaban la gran cantidad de material que encerraban las maletas y todo se desparramó por los mil rincones del cuarto. Unas botellas de cerveza en la estantería, ropa en el armario, sábanas en la cama, chinchetas en el corcho, posters en las paredes, flexo, folios y bolis en la mesa... y en la otra mesa mi viejo ordenador portátil. Así está mejor. Mucho mejor.

Miré alrededor y acto seguido dejé caer mi cuerpo sobre la cama, que respondió con un suave crujir de muelles. Exhalé una bocanada de satisfacción. Me dije a mí mismo que todo estaba bien ahí dentro. Después me levanté; abrí la ventana, observé la ciudad y, con las manos agarradas aún a los marcos y el pecho lleno de aire nuevo, me dije a mí mismo que a mis espaldas todo estaba bien, y que por delante también estaba todo bien.

26 de septiembre de 2008

Charlie y la fábrica de billetes de 5

El despertador sonó tímidamente esta mañana, como intentando recordar cuál era su función, después de haber estado todo el verano sin hacer otra cosa que dar vueltas. Yo llevaba dormido cuatro horas escasas cuando esa cosa empezó a armar un lío de la hostia. Se iba creciendo a medida que sonaba. Me levanté y lo hice callar de un manotazo. Me deslicé como un espectro hasta el baño mientras me rascaba los huevos. El espejo me diría si estaba listo para salir al mundo exterior. ¡Vaya cara, tío!

La cosa es que me arreglé, y cuando salí a la calle me dije algo así como: “¿pero qué coño hace toda esta gente aquí?”. Todas las mañanas que yo había pasado roncando hasta la hora de comer —encerrado en clase, si retrocedemos algo más— las calles habían estado atestadas de gente. Gente que bullía, hablaba, compraba suerte de la ONCE, paseaba y disfrutaba de la luz del sol.

La razón de mi brusco despertar esa mañana había sido el horario de los bancos, siempre buscando la mejor manera de jodernos. Hace unos días había encontrado en el guardacascos de la moto un deteriorado billete de cinco euros; comido por el moho que poblaba el pequeño habitáculo desde que un día se me vertió allí un extraño líquido del tarro de los desperdicios para el perro. Cualquier otro quizá lo hubiera dejado pasar. Era demasiado poco aconsejable médicamente tocar aquel billete sin la mano enfundada en un guante de látex. Pero, coño, las cosas son las cosas, y cinco euros son cinco euros. En ningún establecimiento me dejarían pagar con ese billete, teniendo en cuenta el aspecto que ofrezco; un deshecho de huesos y andrajos. Entonces recordé una campaña de la que habían hablado en el telediario, hace bastante tiempo, de renovación de los billetes de cinco euros en mal estado. Pensé: “bueno, puede colar”.

La primera reacción de la chica del banco, bastante maja por cierto, fue reírse y preguntarme que si lo había quemado. Me inventé lo típico de: “Yo no sé nada. Mi padre me manda. Ya sabe...”. Después le hablé de aquella campaña. Ella cogió el teléfono, marcó y se puso a hablar. Yo esperaba mientras miraba atónito a mi alrededor. ¿Saben esa gente respetable que está todo el rato gimoteando que tal actividad turbia sería una “mancha en su expediente” y no sé qué mierdas más? Pues bien, yo era una mancha en el silencioso, limpio, fresco y organizado banco. “Así que nos quedamos con el billete y le doy otro nuevo, ¿no? Vale.”

—Ya está, chico. Ahora mismo te lo cambio. Es que me extrañó eso que me contabas de una campaña de renovación.
—Bueno, yo como lo vi en la tele y...
—Sí, es que nos anunciamos bastante bien, jaja —dijo ella riendo con un guiño de complicidad en el gesto.

Después volví a casa con mi billete recién salido de la fábrica —¿dónde diablos hacen el dinero?— metido en la goma de los calzoncillos; comiéndome un helado, con música alegre en los cascos.

23 de septiembre de 2008

A la sombra de septiembre (I)

Septiembre me descubrió amaneciendo en la estación de autobuses de Badajoz. Me plantaba allí para arreglar todo el papeleo preuniversitario y, ya que estaba, explorar de primera mano lo que iba a ser mi futuro hábitat. Pasé una semana allí, durmiendo en un sofá-cama y madrugando para llevar tal o cual documento a este o al otro sitio. Lo bueno que tenía este rollo era que me dejaba el resto del día para hacer el vagabundo por la ciudad, y los días eran grandes y soleados. Al sumergirme más y más me di cuenta de que sólo conocía la punta de un inmenso iceberg de asfalto, edificios e Historia. La excéntrica capital de una provincia perdida parecía un sitio cojonudo para un tipo como yo.

Una vez que acabé con todos esos asuntos volví al pueblo. Pero no estaba dispuesto a esperar sentado delante de la ventana a que se me pasara el verano. Así que me puse a rehacer el equipaje para marcharme aún más lejos. Si esta historia va de algo concreto, es sobre todo de autobuses, billetes, estaciones y cojones. Y ahí estaba yo, deambulando por el intrincado entramado de líneas de autobús. Escasas veinticuatro horas después de haberla dejado me encontraba de nuevo en Badajoz. Pero no estuve allí ni media hora, puesto que antes de que quisiera darme cuenta estaba saliendo para Maryland; donde compré un billete para Stonenbridge que me encasquetaba cinco horas de espera hasta coger de nuevo otro autobús. Me dejé guiar por mi olfato y por mi memoria hasta un Mc Donalds donde pude saciar mi hambre con deliciosas basuras alimenticias. Hice tiempo en un centro comercial, hasta que me entró la agorafobia y me volví corriendo hacia la estación. Tras una larga y tediosa espera piqué billete y me fui para mi asiento, donde me aguardaba una fatigosa noche de duermevela. Luego vinieron los despertares sobresaltados en estaciones de autobuses de ciudades perdidas en la oscuridad. Cáceres, Plasencia, Salamanca, Zamora, Ourense, Vigo. Y finalmente Pontevedra; 07:35 am.

Lo de mi ascensión al paraíso no os lo voy a contar. Eso se queda entre Eva, yo y el que manda. Los que hemos estado allí somos así de reacios a hablar sobre ello. Pero las cosas se acaban, y yo tuve que volver al número 7, calle Melancolía.

Para entonces era ya el día 19 de septiembre, y yo había estado allí arriba; en lugar de quedarme sentado viendo la vida pasar.

28 de agosto de 2008

¿Y yo qué coño hago aquí?

Ellos tienen la culpa. Todos ellos tienen la culpa. Esos cabrones estaban manoseando mis cosas; las cogían, se las llevaban, las usaban y me las devolvían hechas una mierda —cuando me las devolvían—. Y no me refiero a trastos, pertenencias ni posesiones materiales. Me refiero a mi acervo de bobadas, mi reino de despojos, mi pequeña parcela de individualidad, mi ego sum, mis ideas de colores y también de las grises, e incluso mis desórdenes psicológicos. ¡Todo les encantaba! Eran como una panda de yonkis buscando objetos brillantes a las tres de la madrugada en un 24/7. Sí, exactamente así eran. No podría decir otra cosa de ese puñado de estúpidos y bobalicones. Creo que ni siquiera eran muy conscientes de lo que hacían. Pero lo hacían. Y a mí me jodía un montón. En estos tiempos locos le roban a uno hasta la arena de los bolsillos.

Como un adolescente uraño, con roña bajo las uñas, con las encías inflamadas, la misma ropa desde hace siete días, sin afeitar, sin lavar, encerrado en un cuarto oliendo a sudor rancio —bueno, en realidad justo ése soy yo— y con un matamoscas en la mano, trataba de espantar a esos bichos que zumbaban a mi alrededor. ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Dejadme en paz!

Zas, de vez en cuando espachurraba a alguna contra el cristal. Pero las demás ni se inmutaban. Seguían ahí zumbando, posándose y succionando. Después se iban a algún rincón del cuarto, a descansar y a dejarme sus caquitas. Y volvían con más hambre. Yo más o menos resistía y me aguantaba. Supuse que era el precio de oler a mierda; que atraías a las moscas.

Hasta que un día las malditas moscas empezaron a posarse sobre la misantropía. Entonces decidí que era hora de que mi misantropía y yo nos mudáramos al oeste.

Y por casualidades; por misantropía, por moscas o por mierda, aquí he acabado. Como dijo el viejo: “Todo resulta muy extraño. Piénsalo: si no le hubiesen borrado la polla y los huevos al Niño Jesús, no estarías leyendo esto. En fin, que te diviertas.”

27 de agosto de 2008

Llamando a Niño Jesús

—Probando, probando. Niño Jesús, ¿me recibes?
—¿No estarás chupando sapos otra vez, no?