23 de enero de 2010

Sombras en la noche

Acueducto de Silvio, Bóveda de los Cuatro Pilares, Asta de Amón o Cuerno de la Abundancia, Lira de David, Anillo de Zinn... No sé si estoy leyendo los apuntes de Neuroanatomía o a Tolkien. Paro de estudiar, me levanto de la silla y estiro las piernas. Se me ocurre la brillante idea de que, ya que no puedo salir de mi cuarto para que me dé el aire, al menos puedo hacer que el aire venga a mi cuarto —de ocurrírsete esto a ser Kary Mullis, ir conduciendo en tu coche, y que se te ocurra la PCR hay un paso; aprecien el prometedor futuro que me aguarda—.

Abro la ventana y el aire gélido de la madrugada invernal me acaricia la cara. Lo puedo notar entrando en mi cuarto y echando fuera al aire caliente y no importa; me quedo ahí asomado. Asomarme a la ventana siempre consigue atraparme. Aunque bueno, si la otra cosa que hacer es estudiar cualquier cosa consigue atraparme. Las calles están vacías, como si hubieran sido construidas para nadie. Las calles están vacías y las farolas están encendidas. Ninguna luz resplandece detrás de las cuadrículas de ventanas de los bloques. A lo lejos veo una cancha de baloncesto en un parque, y se han dejado las luces encendidas. Se ve tan majestuosa en medio de la noche, sin nadie jugando, vacía, iluminada, silenciosa.

Creo que no hay nadie más asomado a la ventana a esta hora, en este momento, y me siento el espectador único de una imagen maravillosa. Como el que consigue espiar por un pequeño agujerito en la pared el vestuario de las chicas y ser el primero en ver sus pechitos incipientes —esto creo que sólo lo he vivido en las películas, pero con frecuencia las confundo con mi vida—.

Soy la única luz encendida en medio de la noche, estoico como un pescador en su barca en medio del temporal. Pienso en Nietzsche jugando a hacer pelear y bailar a sus dos muñecos llamados Apolo y Dioniso, y me acuerdo de que Apolo tenía algo mágico llamado principium individuationis, y yo estoy sintiendo esa magia ahora. Nietzsche siempre consigue atraparme; aunque bueno, si la otra cosa es estudiar... ya saben. Pues estoy ahí como el caminante que mira a la niebla —esto es otra referencia culta, pero no me sé el autor del cuadro— y miro al edificio de enfrente. Por algunas leyes de la física que tampoco voy a pararme a describir ahora —lo digo así y hasta parece que me las sé— la luz que sale de mi cuarto viaja a 300.000 kilómetros por segundo a través del gélido aire de la madrugada invernal e ilumina la fachada del edificio de enfrente. Pero por esas leyes de la física el cuadradito de mi ventana es un recuadro de luz enorme en la fachada blanca del edificio de enfrente, y en medio del cuadrado estoy yo. Soy una sombra gigantesca en la pared del edificio de enfrente. Sonrío como un niño retrasado. Me pongo a hacer movimientos para comprobar que la sombra también se mueve conmigo, que la sombra soy yo. Muevo mis gigantescos brazos, los estiro hacia adelante, abro la palma de mi mano, extiendo mis dedos... Asombroso.

Y ahora de aquí podríamos sacar citas filosóficas para idiotas. Dejadme intentarlo: puede que un hombre sea algo pequeño ante el vacío de la noche, pero cuando tiene la luz tras él puede dejar el rastro de una sombra infinita.
Un momento, ¿eso es bueno o malo?

—Deja las citas filosóficas y ponte a estudiar, coño.