30 de octubre de 2008

El asiento vacío

En las clases prácticas de cierta asignatura optativa pasan lista todos los días para controlar la asistencia. Van diciendo nuestros nombres y cada uno de los que estamos allí se hace notar como bien sabe. Entonces, cuando la lista está llegando al final, hay un nombre que nunca tiene respuesta. La profesora pregunta, y alguien responde:

—Es el señor ese mayor, el celador. Dijo que no tenía tiempo para venir a esto también, que no podía con todo.

Y todos los días lo nombran. Y todos los días la misma historia. Me entristece muchísimo. Jo, ¿por qué no pueden dejar de preguntar por él?

Me lo imagino en el hospital, viendo cómo esos profesionales prepotentes lo miran por encima del hombro. Me lo imagino haciendo acopio de fuerzas y matriculándose en la carrera para darles a todos esos cabrones en las narices. Me lo imagino trepando hacia lo alto, nadando a contracorriente, con todos esos estudiantes que se creen más que él empujándole en sentido contrario; empujándole a des
echar sus ilusiones y a volver abajo. Me lo imagino llegando del trabajo cansado, y tratando de sacar tiempo para echarle un ojo a sus apuntes y libros.

Probablemente sea el que más se merece ser médico de todos los estúpidos que estamos ahí metidos.

28 de octubre de 2008

¿Necesita mi psicólogo un psicólogo?

Hay personas que se comen los plátanos con un cuchillo. Cortan trocitos pequeños y se los llevan a la boca, con delicadeza, de uno en uno.

¿Qué puto problema tienen con los plátanos?

27 de octubre de 2008

Silencio, resaca y suciedad en el New Yorker

Ayer a las cuatro llegué a la puerta del New Yorker; estaba cerrada. Miré alrededor y encontré al dueño sentado en unos escalones, abatido y con las manos en la cabeza.

—¿No vas a abrir?
—Lo he intentado; pero he mirado un poco dentro y lo que he visto me ha echado para atrás. Así que estoy aquí sentado a ver si se me pasa un poco la resaca.
—Pues yo venía en busca de algo para calmar al estómago.
—Bueno, dame un segundo y te abro.

Estaba en silencio y a oscuras. Sólo se oía el ruido de la nevera, totalmente nuevo para mis oídos. Entonces las luces fluorescentes se encendieron a tirones, con desgana, iluminando un panorama desolador. Vasos medio llenos y vasos medio vacíos por todas partes. Algunos cocktails se habían cortado, dando lugar a la aparición de cosas desagradables flotando en ellos. Las sillas estaban en lugares inverosímiles, volcadas o de pie. Los charcos de alcohol de la noche anterior aparecían ahora resecos y pegajosos. En realidad todo estaba pegajoso, era una película que lo cubría todo. El alcohol se bebe, después se filtra por los poros y acaba impregnándolo todo; es el ciclo del alcohol. Cada paso en ese suelo era una odisea. Había que hacer un gran esfuerzo para conseguir despegar las suelas. Creo que necesitaba unos zapatos de golf.

Me senté en el taburete y pedí lo de todos los domingos (desde hace dos domingos). Mientras pasaba por mi mente la posibilidad de atizarle un buen palo a Mr Resaca y robar la caja me llegó mi batido de chocolate; con nata, sirope y dos pajitas. Rápidamente deseché aquella idea para ponerme a pensar tonterías sobre la soledad y las dos pajitas. Mientras tanto Frank se agarraba como podía al palo de la escoba y trataba de barrer. Si era difícil andar os podéis imaginar lo divertido que era barrer.

Sorbí mi batido hasta que empezó a hacer ese ruido tan molesto que hace cuando ya no queda casi nada en el fondo del vaso. Si eres tú mismo el que lo hace no es nada molesto; se transforma en uno de los pequeños placeres de la vida.

—Bueno, te dejo aquí con esto, que veo que tienes lío.
—Espera, que yo también me voy; ya limpiaré mañana. Definitivamente hoy me tenía que haber quedado en la cama.

Cogió un folio y garabateó algo. Cuando salimos cerró y lo pegó en la puerta.


Cerrado por descanso del personal.
Disculpen las molestias.

Firmado: la dirección.

26 de octubre de 2008

Nombrando cosas

En la ciudad “Las Vaguadas” es un barrio de ricos.
En mi pueblo “La Vaguada” era el nombre de un club de putas.

20 de octubre de 2008

La XVII Jornada Médico Universitaria sobre las Úlceras por Presión en Diabéticos es decadente y depravada

Todo empezó con la promesa de un crédito.

En los pocos días que llevaba en la universidad ya había aprendido que el funcionamiento de aquello consistía básicamente en conseguir créditos. Conseguir créditos y pasar de curso. Como conseguir monedas y pasar de pantalla; y algunas setas de por medio. Como en un videjuego.

Yo estaba tranquilamente con mi culo posado en algún sitio. Pasivo. Mirando. Oyendo. Pero sin intervenir en nada. De pronto alguien dice nosequé sobre nosecuanto, y que si vas te dan un crédito. Bla bla bla bla bla, crédito. Eso fue suficiente para sacarme de mi burbuja por unos segundos y obligarme a preguntar.

Se trataba de unas conferencias que iban a dar el día 17. Por aquel entonces los chicos de la calle eran agresivos y estúpidos, y el día 17 sonaba lejano. Así que cogí un formulario, rellené algunos datos sencillos, y ya estaba metido en esa mierda. De pronto el día 17 había llegado, y los chicos de la calle seguían siendo agresivos y estúpidos.

Aquel día se celebraba San Lucas, mi nuevo santo de devoción desde que había entrado en la universidad, puesto que era el patrón de mi facultad. Aquel hombrecillo nos había brindado un día sin clases con su loable labor. No sé qué hizo, pero seguro que fue loable. El Vaticano S.A. no regala un cargo así como así. Sólo a enchufados, como el hijo del Jefe.

Me había despertado tarde, y prácticamente salté de la cama al autobús de las 15:50 hacía el campus. Allí coincidí con más estudiantes que también iban a por el crédito.

Lleguamos a la Facultad de Medicina. La conferencia se iba a celebrar en el salón de actos, edificio principal, primera planta. Pasé por una mesa a por mi acreditación. Gracias al impreso aquél que rellené se habían currado una tarjetita plastificada, donde venían mi nombre y apellidos con un don delante. Me la colgué del cuello sintiéndome importante y me dirigí en busca de la aventura.

A medida que fui subiendo apareció sobre el horizonte del último escalón un bosquecito de stands por los que había que pasar inevitablemente antes de entrar al salón de actos. Se trataba de una representación puntera de la industria farmacéutica. Creo que a los tipos estudiosos que habían acudido al evento les interesaba lo que decían allí. Al estudiante de a pie sólo le interesaba de aquella jornada el crédito que estaba en el aire, y los numerosos objetos de propaganda que el abultado capital de las empresas nos ofrecía. Una conocida marca de compresas se encargó de proporcionarme una bolsa, que fui llenando en mi peregrinaje a través de los stands. Grapadoras, paquetes de post-it's, caramelos, carpetas, libretas, más caramelos, bolígrafos, colgantes-llaveros... Ah, para terminar volví a pasar por la cestita de los caramelos. Yo los cogía en puñados de diez, al contrario que la gente educada.

La mayoría de los estudiantes tenían un modo sencillo de conseguir el crédito, que era firmar un folio donde se controlaba la asistencia; después huían. La firma les situaba virtualmente dentro de la sala escuchando la conferencia, mientras ellos realmente se iban por ahí a estudiar, o lo que demonios hagan los universitarios de hoy en día. Pero yo, por curiosidad más que nada, entré allí con mi bolsa llena de regalos y caramelos.

Una vez dentro se puso en marcha la cosa ésa, con un discurso del señor que manda en la facultad, lleno de agradecimientos a todo el mundo. A su izquierda estaba sentado un tío que era clavadito a Robin Williams. Este hecho no hizo más que acrecentar mi delirio de creerme Will Hunting, junto con el parecido de mi profesor de Bioestadística al que hace de profesor de mates en la peli; después de todo no era culpa mía. Mientras yo andaba en estas cavilaciones el otro tío seguía agradeciendo. De pronto cambió el matiz de su discurso para pasar a hacer de comentarista deportivo que nos hablaba de la salida al campo de la estrella del equipo. Entonces subió a presentar su conferencia sobre úlceras en pies diabéticos un reputado médico que venía de Las Islas. Nos mostró un montón de fotos y vídeos que no tenían nada que envidiarle al más depravado film de serie B. Heridas supurantes, agujeros que dejaban al descubierto el hueso, pus, tejido muerto, incisiones de bisturís, sangre, etc. De vez en cuando agitaba su tupida melena, o se pasaba la mano por encima para echársela hacia atrás. Jo, qué melena.

Tenía planeado oír sólo la primera intervención y salir después, pero me había gustado tanto que decidí quedarme. ¡Y menuda estafa! En las otras no hubo sangre ni vísceras, ni incisiones de ningún tipo. Sólo gráficos, estadísticas y más gráficos. Yo ya había empezado a meter la mano en la bolsa en busca de caramelos hacía rato. Los abría tratando de ser todo lo discreto que podía, pero siempre producían un estruendo horroroso dentro del silencio del auditorio. Así me fui comiendo un caramelo, y otro, y otro, y otro. Todos tenían el mismo envoltorio promocional, así que el sabor que te ibas a meter en la boca era una incógnita. Aquello tenía cierta diversión.

Para cuando aquella aburrida conferencia quiso terminar yo ya me había comido todos los caramelos de la bolsa; y ya había decidido que para la jornada del sábado haría lo mismo que todo el mundo, firmar e irme. Parecía fácil. Sólo había que estar allí para firmar. Pero no; no lo era.


Tras un viernes de alcohol, Hip Hop de los 80, y demás sustancias que alteran el sistema nervioso, di con mis huesos en el colchón a las 6 de la noche. O de la mañana, según se mire.

Despertarse tres horas más tarde para ir a firmar a la facultad fue imposible. Y así me encontré el sábado por la mañana; resacoso, derrotado, y con el sol de las doce dándome en la cara.

Al final de toda la historia, con más o menos experiencia, algunos golpes dados, y otros muchos recibidos, seguía igual que al principio.

19 de octubre de 2008

La universidad es un circo

El primer día de universidad entraron los veteranos y nos pintaron la cara con ceras de colores.
Después, en la hora de Anatomía, el profesor se vio sorprendido dando clase para un montón de payasos.

2 de octubre de 2008

Hay un extraño en la 515

El lunes pasado llegué a la residencia de estudiantes donde me voy a alojar, como mínimo, durante los próximos nueve meses. En recepción me dieron la llave de mi habitación.

—¡Qué suerte! La 515, un número capicúa. Mira, así te acuerdas bien de dónde es.

Es el típico comentario absurdo que te suelta una recepcionista que tiene que entregar ochenta y tantas llaves; al menos con la mía tenía algo más o menos ingenioso que decir. Por otra parte la mujer tenía razón. No por lo de que se me vaya a olvidar cuál es mi habitación —que no digo yo que no pueda pasar— sino porque la habitación era cojonuda. Era todo lo que yo había querido siempre. Tenía dos armarios, una cama, dos mesas, dos estanterías, un corcho y una ventana desde la que podía ver un mar de edificios en el que sobresalían algunas grúas. Esos pocos metros cuadrados eran ahora mi hogar, mi propio cuartucho. Donde podría dar rienda suelta a mi inadaptación social.

Cuando entré estaba asquerosamente impoluto y vacío, y con esas paredes blancas y desnudas, sin ninguna mísera mancha de humedad. Demasiado frío. Abrí las cerraduras que milagrosamente sujetaban la gran cantidad de material que encerraban las maletas y todo se desparramó por los mil rincones del cuarto. Unas botellas de cerveza en la estantería, ropa en el armario, sábanas en la cama, chinchetas en el corcho, posters en las paredes, flexo, folios y bolis en la mesa... y en la otra mesa mi viejo ordenador portátil. Así está mejor. Mucho mejor.

Miré alrededor y acto seguido dejé caer mi cuerpo sobre la cama, que respondió con un suave crujir de muelles. Exhalé una bocanada de satisfacción. Me dije a mí mismo que todo estaba bien ahí dentro. Después me levanté; abrí la ventana, observé la ciudad y, con las manos agarradas aún a los marcos y el pecho lleno de aire nuevo, me dije a mí mismo que a mis espaldas todo estaba bien, y que por delante también estaba todo bien.