23 de agosto de 2009

Una visión reveladora

Cuando llegaba a clase sólo encontraba sitio a cincuenta metros de la pizarra. Todo lleno de alumnos. El gobierno o algo más grande se están esforzando realmente en eso de formar médicos, pensaba yo. Me sentaba en mi asiento, sacaba un folio, trataba de tomar apuntes e intentaba mirar las diapositivas que pasaba el profesor. Pero lo de mirar las diapositivas era imposible. Podía ver con claridad a mis compañeros de la fila de delante, a mis compañeros que estaban cinco filas más adelante, pero no las diapositivas. A esa distancia los objetos y superficies aparecían borrosos y difuminados.

Yo tenía la loca idea de que un día me había jodido el ojo al intentar fotografiármelo y olvidar desactivar el flash. No soy la clase de persona que se fotografía el ojo, por lo que la única razón que encuentro para justificar aquel acto temerario es mi gran estupidez. Cuando pulsé el botón se liberó el destello del flash y noté cómo el calor inflamaba mi globo ocular. Durante el resto del día hubo una mancha oscura y borrosa que estaba ahí siempre que yo intentaba mirar algo. Me acordé de que a Isaac Newton le pasó algo igual cuando enfocó su telescopio directamente hacia el Sol. Después pasó varios días encerrado en una habitación oscura para que se le pasara. Qué tío más listo, ¡voy a hacer lo mismo! Me encerré en mi cuarto y cerré puertas y ventanas —sólo hay una de cada, pero la frase queda mejor así—. Tapé cualquier rayo de luz que intentara entrar y me tumbé en la cama, a pensar en Isaac Newton. También pensaba en paranoicos escondiéndose de los satélites que el gobierno o algo más grande se encargaban de poner en órbita. Mientras tanto miraba hacia donde normalmente se podía ver el techo. Me entró hambre, pero no me había acordado de coger nada de comer, así que me quedé hambriento en la oscuridad hasta que me dormí. Al día siguiente la mancha ya no estaba. No estaba en mi ojo, quiero decir. Había pasado a mi desequilibrada mente en forma de obsesión con una ceguera que no existía.

Ahora volvemos a la imagen que ofrezco en la clase de la universidad: sentado a cincuenta metros de la pizarra, cuerpo echado hacia adelante, cabeza hundida entre los hombros, ojos entrecerrados, boca entreabierta, mueca de estupidez; acordándome de Isaac Newton y su telescopio. Todo borroso. No veo una puta mierda. Los huesos del cráneo. ¿Qué ha dicho? Está todo en las diapositivas. Ya, pero no las veo; ¿nosequé con forma de murciélago? El esfenoides. Aaaah.

Pasó un mes así, hasta que decidí que era hora de informar a mi madre. Mi madre, como madre afectuosa que cuida de su hijo muchos años y de pronto se encuentra con que ya no está en casa, me llamaba todas las noches. Le conté lo de que me estaba quedando ciego.

—¡Ya te lo decía yo! ¡Ya te lo decía yo! ¡No pases tantas horas delante del ordenador, que te vas a dejar la vista! Y tú sin hacerme caso... —contestó mi afectuosa madre.

Esto forma parte de una contrastada teoría dentro del círculo científico de las madres. Esta teoría causa-consecuencia establece que: “todo mal que sufra el hijo estará ocasionado por haber desobedecido a la madre”. Ejemplo 1: te raspaste las rodillas porque no te ataste los cordones. Ejemplo 2: te mareaste cuando corrías porque no te comiste todo el plato de lentejas. Ejemplo 3: te resfriaste porque un día de la semana pasada que llovía no quisiste coger el paraguas. Etcétera, etcétera.

—Sí... mamá.
—Aisss, anda que... bueno, ya te llamo yo al oculista a ver para cuándo te dan cita. ¡Si es que no me haces caso! Como tengan que ponerte gafas...

Yo no estaba muy seguro de querer llevar gafas, pero quería algo que me arreglara la irreversible pérdida de visión de la que sólo yo tenía constancia. Así que creo que quería unas gafas. Cualquier cosa para solucionar aquel fatídico día en que me fotografié el ojo con el flash activado. “Mire usted, señor oculista, es que un día me fui a fotografiar el ojo y...”.


Así llegamos a uno de esos días extrañamente calurosos del pasado marzo. Una clínica privada de oftalmología por fin me había concedido cita. Salí de clase a las doce del mediodía bajo un sol abrasador. Yo aún no tenía muy claro lo de los autobuses, de modo que cogí el de siempre, paré donde siempre, y después caminé un kilómetro.

Llegué a la clínica con la espalda empapada en sudor. Puse un pie en el umbral y las puertas automáticas se abrieron. Maravillas del siglo XXI. Además dentro el aire acondicionado mantenía una temperatura invernal. Di mi nombre en recepción y me indicaron el doctor que me correspondía y qué pasillos debía tomar para llegar hasta él. Asentí para expresar comprensión y me lancé a la exploración de la sanidad privada. Llegué al lugar que me correspondía, donde había mucha más gente esperando. Las citas iban con retraso, al igual que en la sanidad pública. Tomé asiento en un mullido sofá y me puse a observar con devoción una revista sobre ojos y cirujanos de ojos. En cada sala de espera había una gran pantalla plana mostrando imágenes de cirugía ocular. Cosa afilada araña córnea; oh, sí, ya me siento mejor y más informado. El hilo musical emitía música clásica muy relajante, mientras en la pantalla cambiaban la córnea defectuosa. Yo empezaba a tener frío. ¿A cuántos grados estaría el aire acondicionado? ¿Cuatro? El tiempo pasaba, yo cambiaba de posición en el asiento, los pacientes entraban y no los volvía a ver. ¿Qué están haciendo con ellos? Nuevo cambio de posición en el asiento, a ver si así no se me duerme la pierna izquierda. La música clásica seguía sonando y yo ya era el único paciente en la sala.

—Carl Chase —llamó una enfermera a la que catalogué como aceptablemente atractiva.

Ya está, soy el siguiente; ahora sabré qué les ha pasado a los demás pacientes, ¡oh, cruel destino! Pasé y allí no había ningún doctor, sólo máquinas. La enfermera me dijo que me sentara y me puso un aparato con distintas lentes delante de los ojos.

—¿Qué tal ves con ésta?
—Mal.
—¿Ésta?
—Borroso.
—¿Ésta?
—Sigue borroso.
—...
—¡Ahora, ahora veo bien! —exclamé pensando que había encontrado la solución a mi ceguera.
—Ahora no tienes puesta ninguna lente.

Después me colocó delante de otra máquina. Yo tenía que acercar el ojo a una mirilla y observar un globo lejano que sobrevolaba una carretera. Ella ajustaba la máquina y yo le indicaba cuándo veía el globo nítido.

—Un poco más... un poco más... ahora.
—Mmmm, pues parece que no tienes nada. De todos modos ahora te verá el doctor.

Cogió un frasco, me pidió que mirara hacia arriba y dejó caer unas gotas en mis ojos.

—Esto te dilatará las pupilas.

Genial, pensé. Mientras se me dilataban las pupilas empezó a hacerme preguntas sobre mi visión y mi vida mientras rellenaba un formulario. Esperamos un rato más y me dijo que ya podía pasar a ver al doctor. El tío tenía que ser alguien fenomenal para merecer tanta espera. Había aprobado todos los exámenes que a mí me quedaban todavía por delante, ya sólo por eso merecía mi admiración inicial.

Entré a ver al doctor. El gran doctor. Cogió los papeles que la enfermera le dio y me pidió que tomara asiento. Me repitió las mismas preguntas que la enfermera. Ya está, están comprobando si mi declaración se sostiene, y cuando encuentren un fallo me eliminaran como hicieron con los otros. “Esto te dilatará las pupilas...”, “esto te dilatará las pupilas...”, “esto te dilatará las pupilas...”. Empecé a sentirme mareado, y seguía teniendo frío. “Hace mucho frío”, pensé, “como en un matadero”, completó mi mente. El doctor se acercó a mí, puso su mano en mi barbilla y me deslumbró con su linternita. Por si todavía no estaba suficientemente ciego.

Cuando concluyó su examen de mis ojos me dijo que yo no tenía nada, y que lo único que me pasaba era que en clase me sentaba demasiado lejos. El remedio que me entregó fue la siguiente frase: “siéntese más cerca”. Gracias, doctor. Me imprimió un documento con los resultados y observaciones y se despidió de mí. Yo quise decirle que no me llamaba George, por mucho que él me hubiera llamado así durante toda la consulta, pero me callé. La enfermera me dijo que pagara en recepción, mientras me abría una puerta que conducía a la salida. La salida era un nuevo pasillo que quedaba en el otro extremo de la consulta. Por eso yo no veía pacientes salir de la consulta en la sala de espera. Era todo como una cadena de trabajo de una fábrica, o de un matadero.

—Soy Carl Chase, ¿cuánto le debo? —pregunté a una de las chicas que estaban en recepción.
—Déjame mirar... 35 euros.

Ahora sí que me la han clavado. La chica guapa –al menos eso veía yo– de la recepción me dijo que por qué no me sentaba un rato hasta que mis pupilas recuperaran su estado normal. Yo no quería pasar más tiempo allí. Quería salir a la calle donde la temperatura no era la de una cámara frigorífica.

—No, si veo bien, yo me arreglo.

Y no era mentira, más o menos veía. Hasta que salí a la calle —dos de la tarde, sol en lo alto— y mis pupilas no supieron adaptarse al cambio de luz. Comencé a caminar más ciego que Ray Charles. Llegué a un semáforo y me paré porque el resto de peatones estaban parados. Me moví cuando el resto de peatones lo hicieron.


No sé por qué razón, lo que en ese momento me vino a la cabeza fue: "Genial, ¡aquí empieza mi brillante carrera musical!".

Y no lo sabía entonces, pero en algún lugar había una trompeta plateada esperándome.

8 de agosto de 2009

Horror vacui

Tenía 15 años la primera vez que oí esas palabras. Estábamos en clase de Literatura, haciendo algún esquema sobre algún movimiento literario. El Romanticismo, creo. Actualmente ya he olvidado todo aquello. Sin embargo recuerdo que Larra, cuando se voló la cabeza, puso el cañón en su sien derecha. En su sien derecha, y no en ningún otro sitio. Esos datos sin importancia son los que mejor recuerdo.

Terminé el esquema, en un folio en horizontal. Pero no me llegaba hasta abajo del todo. Quedaba al final un espacio vacío, en blanco. Así que le metí otro bloque al esquema para rellenar esas tres o cuatro líneas. Luego fui a enseñárselo a mi profesor; por aquel entonces el asunto funcionaba así. Él me dijo que “bien, bien...”, pero que qué era aquello que le había metido al final, “esto no entra en el examen” —lo que no entra en el examen conviene ignorarlo; el asunto sigue así hasta la universidad—. Le expliqué que era porque no quería que me quedara ese hueco en blanco. Y entonces él, con actitud didáctica de profesor dijo: “horror vacui”.

Me gustaba mucho aquel profesor. Casi todos pensaban que era un gilipollas prepotente adicto a la coca. A mí me gustaba mucho; por ser un gilipollas prepotente, y por ser adicto a la coca. Concejal de Cultura era aquel hombre. Él también me apreciaba mucho a mí. “Trabaja en algo en lo que ganes mucho dinero”, me dijo el día que terminé el instituto.

Este cuento escolar que estoy soltando no es porque sí. Es porque no he publicado nada en el mes de julio y ahora no aparece. Me jode un montón. Todas esas pequeñas tonterías me obsesionan. En fin, el mundo sigue girando.

Ahora me estoy dedicando principalmente a hacer cosas. Probablemente en un futuro próximo vuelva y escriba sobre esas cosas. A día de hoy, lo único seguro es que las mierdas que los perros sueltan en la calle acaban entrando en las casas pegadas bajo nuestros zapatos.