27 de marzo de 2009

Meando contra el viento

Todos los días llego de la facultad con un único y sencillo deseo; mear tranquilo. Subo las escaleras corriendo, casi desabrochándome los pantalones; llego a mi planta, la quinta; entro en el servicio y... ¡ahí están! Las limpiadoras. Todos los días la misma historia.

Dios mío, esto no puede ser posible. ¿Es que no hay más servicios? ¿Cómo lo hacen para estar todos los días —llegue yo a la hora que llegue— en mi puto servicio? ¡¿Cómo lo hacen?! Parece que conspiren para joderme mi minuto de desahogo.

—¿Qué? No puedes mear tranquilo si estoy aquí fregando, ¿eh?

Cuando la frustración me hace delirar las imagino esperando a que yo llegue para ponerse a limpiar. Sí, asomando la cabeza a la ventana como aves carroñeras, viéndome venir por la calle.

—Chicas, rápido; que viene, que viene. ¡A limpiar el servicio de la quinta!

Estoy seguro de que aunque llegara a las putas cinco de la tarde estarían ahí esperándome. Y eso que su turno termina a las dos y media.

Siempre están ahí.

De modo que todos los días tengo que bajar a la cuarta para poder mear tranquilo. Me siento muy tonto meando allí, en la cuarta. Sabiendo que en mi apresurado ascenso por la escalera ya había pasado por ese servicio, y había decidido pasar de largo y seguir subiendo.

¿No sería más sencillo ir directamente a mear a la cuarta? La verdad es que sí. Pero sigo con la estúpida testarudez de ir todos los días a ver con mis propios ojos cómo el mundo conspira en mi contra.

23 de marzo de 2009

Posibilidad de fe

Con el dedo índice apunté a la cruz y disparé. Tres veces. Justo después de hacer el último disparo se puso a llover.

A Dios le pone triste que no crea en él.

13 de marzo de 2009

La tarjeta-regalo y todo lo que pasó después

En estos tiempos de comida rápida —me encanta la comida rápida— y hombres con trajes y caras grises, donde cada vez nos conocemos menos unos a otros —me encanta la comida rápida—, algún cerebro con ganas de sacar dinero de las pocas ganas de pensar de otros cerebros inventó las tarjetas-regalo.

Hace unas semanas a mí me regalaron una. Ahora tenía 25 euros de plástico para gastar en lo que quisiera, siempre que fuera en Wal-Mart. Así que ahí fui.

Esta clase de sitios me ponen nervioso y aturdido. Hay mucha luz, mucho ruido, mucha gente; demasiada gente. Alguien diría que los centros comerciales representan el mundo en pequeño. Me movía alerta como un disciplinado hijo de la vieja madre Rusia. Era capitalismo todo lo que tocaba, respiraba y oía.

Me deslicé entre los pasillos de perfumes y cosméticos y llegué a las escaleras mecánicas. Subí. Bajé. Subí, bajé. Subí, bajé. Varias veces. Me encantan las escaleras mecánicas. Volvía a estar en la planta baja. Deambulé hasta la sección de juguetes. Allí me probé unos guantes verdes del increíble Hulk. ¿Que si me hacían sentir más poderoso? Mmmm... un poco. Después llegué hasta un montón de cajas donde se podía leer “Epi Risitas”. Le di al botón de “Pruébame”. Y el muñeco rio dentro de su caja. Me hizo gracia. Probé a darle a tres a la vez. Rieron sonoramente. Finalmente pulsé todos los botones que pude y dejé ahí a todos aquellos muñecos del demonio riendo diabólicamente.

Los ojos se me abrieron como platos y antes de que me diera cuenta estaba con mi nariz aplastada contra el cristal del escaparate de cámaras réflex, empañándolo con mi respiración. Por desgracia mi tarjeta-regalo no se podía permitir ninguno de aquellos juguetitos. Lástima. Con lo macho que tiene que sentirse uno con ese objetivo tan grande.

Pasé por la sección de películas. El producto estrella eran una serie de DVDs de un musical sobre unos chicos de instituto americano. Esos institutos americanos llenos de apuestos jugadores de baloncesto y apetecibles animadoras.

Pasé por la sección de música. El producto estrella eran una serie de CDs de un musical sobre unos chicos de instituto americano. Los mismos que antes. Por lo que se ve sabían montárselo bien.

Al fin fui a dar a la sección de libros. Tras dar unos cuantos pasos entre las estanterías vi cómo empezaban a rondarme unos seres siniestros vestidos de negro. Esto es así. En cualquier establecimiento. Cuando busques ayuda por parte de los dependientes éstos estarán demasiado ocupados. Pero si lo que quieres es estar tranquilo mirando cosas caerán sobre ti como buitres. Así que mientras buscaba algo digno entre tanta basura impresa y encuadernada me tenía que preocupar de hacerles quiebros a los dependientes que se movían sigilosamente hacia mí.

Una profesora muy maja de la universidad —lanza tizas contra la pizarra para explicarnos cómo funcionan algunas reacciones del cuerpo humano— me saludó. Me encontró sentado en el suelo con un libro de Graham Greene en la mano. Graham Greene, el del relato aquél —los destructores creo que se llamaba— sobre unos niños que entran en la casa de un viejo y la destrozan y queman su dinero. Le sonreí.

Al cabo de unos minutos me encontraba boquiabierto ante una pila de ejemplares de la obra maestra de Salinger. Todo muy bonito, sí, pero... ¿por qué había tantos libros? La gente podría pasar y, yo qué sé, ¡comprarlos! Sé que puede parecer contradictorio, pero aunque cuando estaba en el instituto criticase abiertamente la música de mierda que escuchaban mis compañeros, no me agradaba que la música que me gustaba a mí la escucharan ellos; y supongo que ahora tampoco. Pues con los libros igual.

Cansado de no encontrar lo que buscaba me dirigí al mostrador. Había varios tíos dispuestos a atenderme. Los ignoré y me acerqué a la única dependienta que había allí. Era una madurita con labios de actriz porno. Seguro que la chupaba bien. Seguro que a su marido no era al único al que se lo hacía. Entorné los ojos para que supiera que lo que le iba a decir era algo importante, como... “yo sé de lo que estoy hablando, ¿lo sabes tú?”.

—Mmmm... busco... a Dostoievski.

Silencio.
Pienso en una fantástica mamada.
Más silencio.

—¿Buscas... algo en especial?
—Memorias del subsuelo.
—Eeeeh... no lo tenemos. Te lo tendría que pedir.

No sé por qué no me extrañó. En el puto cruce de dos pasillos había un puto estante enorme adornado e iluminado lleno de estúpidos libros sobre vampiros medio maricones. Y se supone que yo tenía que aceptar eso. No tenían Memorias del subsuelo. Y se supone que yo tenía que aceptar también eso. Y creo que ya iba siendo la hora de una biblia hueca y una pistola. La hora del predicador.

Me resigné. Encajé el golpe y terminé comprando El Principito. Era la segunda vez que lo compraba. Mi primer ejemplar se lo dejé a mi ex novia, y nunca me lo devolvió. En realidad era una excusa para tener que ir algún día a recogerlo y que surgiera algún polvo de despedida. Pero nada, al final ni libro ni polvo, sólo la despedida.

Después de haber pasado tanto tiempo entre tanta gente, al volver a la residencia no me sentía con fuerzas para entrar en el comedor y encontrarme con más gente. Con las pocas monedas de mis bolsillos me compré un cartón de leche y unos donuts de chocolate y subí a mi apacible cuartucho a comérmelos.