16 de abril de 2010

Hielo

Suena el timbre y la clase se termina, es la hora del recreo. Todos los niños salen de sus clases gritando felices. Pero en una clase no. En una clase hay diez niños que no están corriendo felices al recreo. Hay diez niños para los que el mundo fuera ha dejado de girar y el paso del tiempo universal se ha detenido. Los segundos que están viviéndose en esa clase son segundos grises y pesados. Hay un niño sentado en su silla, muerto de miedo, y hay ocho niños que se acercan. Se acercan con pasos siniestros como pequeños árcangeles de la muerte nazis; cachorros de la Gestapo; camada de dobermans con dientes afilados.

Los ocho niños juegan con el otro niño todos los recreos. Juegan a darle pequeños puñetazos, leves patadas, alguna zancadilla; juegan a quitarle la comida y a tirarle los libros fuera de la mochila. Y se ríen de él porque tiene las orejas grandes. Las crueles carcajadas acompañan a los crueles juegos.

Esto es lo normal, le pasa siempre. Muchos saben algo pero todos callan. Es lo normal.

En un rincón de la clase hay otro niño, apartado, observándolo todo. Demasiado bueno como para pegar al pobre niño, demasiado cobarde como para pegar a los ocho asesinos. El tiempo se detuvo antes de que pudiera salir de la clase. Está mudo y quieto mirando la escena con frialdad. Casi se podría decir que en realidad no está ahí. El pusilánime niño-hielo observa la escena con mirada glaciar, desde una distancia de años luz, desde su gélido polo sur. Inútil. Cobarde. Pedazo de pan duro.


Los pequeños torturadores insultan al niño de las orejas grandes y se hacen comentarios burlones entre ellos con sus vocecitas inocentes. Pero las voces se escuchan con la tenebrosa gravedad que adquieren al adaptarse al tiempo lento. Dos puntos de luz brillan en los bordes de los ojos del niño orejón. Esto hace que la burla aumente. Un riachuelo comienza a correr por sus mejillas. Alguien le escupe.

Es el momento en el que el niño de las orejas grandes explota. El niñito estúpido se levanta y vacía su mochila encima de la mesa y grita que los va a matar a todos.

Podemos imaginarnos al niño-bomba la tarde anterior, conectando los cables en su cabeza, programando el estímulo accionador del circuito, la dinamita ya estaba puesta. Podemos imaginarlo en su cuarto delante de la libreta sin poder hacer los deberes porque el niño está muy mal. Podemos imaginarlo esperando a que su madre salga a hacer un recado para entrar en el trastero que usa su padre para las cosas de la caza. Y podemos imaginarlo
finalmente llenando su mochila de cartuchos. ¿Qué le separó de coger una escopeta?

El niño-bomba vacía su mochila llena de cartuchos encima de la mesa y grita que los va a matar a todos.

Estúpido, con eso no vas a hacer nada; piensa el niño-hielo.

Pero resulta que sí, que los otros estúpidos se cagan. Salen corriendo de la clase.

Los niñitos estúpidos han ido a buscar al profesor. Ahora los dos niños están solos en la clase. El niño-hielo y el niño-bomba. El pobre está paralizado. Los cartuchos de escopeta siguen sobre su mesa. Son rojos y verdes. Como la mesa no está nivelada uno de los cartuchos comienza a rodar despacio y cae al suelo. Clink. La clase está en silencio.


Pasa un tiempo, tal vez un instante o una eternidad, y el profesor llega a la clase. Al ver la escena se lleva las manos a la cabeza. Se acerca al centro de la explosión y le echa una buena bronca al pobre niño-bomba. Los otros cobardes rastreros miran desde el borde de la puerta, sin atreverse a entrar. La sola idea de los cartuchos de escopeta les debe horrorizar. Pero querían ver cómo el niño orejón —el niño-bomba— recibía su merecido. Por no aceptar su puesto de mierdecilla pisoteado.

El profesor hablaría con los padres del niño-bomba y todos alegremente acordarían someterlo a las sesiones de un mierda-psicólogo para que le llenara la cabeza de mierda. Y los padres de los otros niños podrían por fin respirar felices, ahora que sus hijos estaban a salvo de ese perturbado. Sus hijos, que eran unos niños muy buenos.

Apartado en mi rincón —en mi polo sur— me doy cuenta desde bien temprano de que el mundo funciona como una mierda. Retiro el papel de aluminio que envuelve mi bocadillo y veo que es de salchichón. Yo lo quería de nocilla. Pobre mamá.

8 comentarios:

Aquel de allí dijo...

LOOOOOL. Tremendo, inmenso, sublime, chapeu.

Anónimo dijo...

qué bien escribes siempre es un máximo placer pasar por tu blog...

me acuerdo como unos rumanitos atacaron a mi hijo que entonces tenía 12 en Hard Rock y le quitaron el patín había 2 señores en un banco-hielo que ni se movieron pero mi hijo les atacó fuerte y consiguió arrebatarles el patín y darles con el patín mmm

en general ellos por ser tan valientes cobran de los profes por cosas que organizan otros que luego se retiran silenciosamente

la sociedad es cobarde y eso empieza en los educadores padres profesores
yo soy lo contrario pero es difícil porque mis hijos tienen algo irreverente que no gusta...

Anónimo dijo...

Los niños terribles.
Jean Cocteau.

Antonio dijo...

No sé quién fue aquel que dijo algo así como: "Uno siempre es aquel quien fue en el patio del recreo". Tenía mucha razón.
Saludos

An Wild dijo...

Los hombres-hielo, los hombres-bomba, y los 8 capullos de guardia.

Supongo que hay más matices,
pero esta "a-sociedad" no da para más.

"Vivimos sobre mierda y huele más al removerla".

Huele, Huele mucho aquí.
Gracias. Porque considero que remover es el mejor método.

PD: Lo que más me cabrea es el hielo.

Meryone dijo...

probablemente los profesores no se den cuenta de lo que pasa porque son de los que salían al recreo en lugar de ser pisoteadores o pisoteados

meryone estaba entre los pisoteados, claro

si no, quiere creer que sería hielo y no de los inconscientes pero quién sabe?

besos

Lara tiene alas dijo...

Y sigo congelandome.

Lara tiene alas

Tara dijo...

si hubiera sido de nocilla, el niño del bocata hubiera sido el niño-bomba, y no el niño del polo sur

tanto chocolate y sin granos? no puede ser
hubiera sido él el castigado, el acosado por los niños-nazis